Modesto Ponce Maldonado

No digas: vivo ahora, moriré mañana.
No partas la realidad entre vida y muerte.
Di: ahora vivo y muero.

Marcel Schwob, ‘El libro de Monelle’.

No digas tampoco: partió, se fue, está en el más allá, nos dejó, descansó… No. Tras la leve, levísima, línea divisoria del fin y de lo que podría venir solamente existe lo incierto, el misterio, o la nada; existen también ciertas certezas, la fe, el sueño de otro mundo, la felicidad eterna, la respuesta a la humana necesidad de un Dios ante los riesgos del existir y los descalabros del acontecer humano. No obstante, solamente existe como verdad, como realidad, una vida vivida, palpable, comprobable día a día mientras pasan los años; y se espera un sueño, un anhelo, una esperanza de la que nadie, salvo la promesa y el convencimiento personal, subjetivo, ha dado cuenta o ha narrado lo que sucede luego de llegar al límite, de sucumbir ante el fin; o, si se quiere, saltar esa delgada trinchera hacia otro mundo.

Rindo, entonces, culto a la vida, no a la muerte. Culto y homenaje a estar vivo y haber vivido. Culto a la vida que nos permite —y me ha permitido— pensar en el “más acá”, que es lo único que tenemos mientras caminamos sobre nuestros años. Lo demás vendrá, si tiene que venir. No lo sé, ni guardo aspiraciones. Jostein Gardner, en El mundo de Sofía, escribe: “En muy raros momentos podemos incluso llegar a sentir que nosotros mismos somos el misterio divino”. O el “Dios-Eco” de los gritos del hombre en el filme Los comulgantes de Bergman. Y es Rafael Argullol el que escribe en Cuadernos de travesía, 1996-2202: “Sólo somos auténticamente libres cuando olvidamos que formamos parte de la rutina de la eternidad”.

Lo que nos queda después de una muerte es lo que logramos arrancar y acumular en la vida. Vivir no es fácil. El mundo y el ser humano son peligrosos. Consideremos su brutalidad y estupidez, conjuntamente con la grandeza de su imaginación y de sus creaciones; la imbecilidad de la historia humana paralela a las conquistas de la cultura, de la capacidad de invención, del arte, de la ciencia, de la técnica. Consideremos el estado del mundo actual —en una y otra forma los ciclos siempre son los mismos a través de los tiempos—: el universo en proceso de extinción, la desigualdad humana llevada a extremos inimaginables donde las cien personas más ricas del mundo perciben lo mismo que la mitad de la población mundial, o el fantasma de millones de seres condenados a morir por hambre o desnutrición. El fracaso de las religiones y de un Dios manejado por los hombres… El fracaso del hombre sobre la tierra, del homo sapiens, que se ha destruido a sí mismo al destruir el planeta azul… La ahora inevitable extinción de la raza humana, cuando comiencen, como hace millones de años, nuevos ciclos en la evolución de la vida… La domesticación e idiotización de las mentes causadas por la peste informativa… La radicalización paranoica de las posturas que han dividido al mundo entre blanco o negro… La destrucción de las ideas y de la posibilidad de pensar y procesar… La muerte del pensamiento… La presentación, por parte de medios y redes, de un perpetuo presente, donde la noticia o el anuncio se extinguen diariamente para seguir al día siguiente con la rueda que no cesa de girar y amputa nuestras mentes y capacidad de discernimiento, eliminando el pasado y, en consecuencia, también el futuro… El acoso inmisericorde de la publicidad y de la desinformación por todos los medios electrónicos, donde el Poder se asoció con un Maligno imaginado, que nos mantienen alineados y domesticados, cuando cada vez somos más solos, más aislados, porque dejamos de vernos, tocarnos, sentirnos, mirarnos cara a cara… Porque cada vez entendemos menos… Porque no sabemos dónde estamos parados…

En fin: ­¿vale la pena estar vivo y vivir? ¿Vale la pena el tránsito hacia el fin por lo años que —no el destino, ni los designios, sino el simple cumplimiento de las leyes naturales— nos permitan? Es la pregunta que me hizo mi bisnieta Eva cuando tenía doce años. Le miré y le pregunté: “¿Te gusta haber nacido y estar viva? ¿Te gusta vivir?”. La respuesta fue un rotundo SÍ, acompañado de una pregunta: “¿Entonces puedes explicarme cómo pueden existir tantas cosas malas en el mundo?”. Le respondí que esa pregunta no puedo contestar, que no tengo respuestas, pero que yo también prefiero haber nacido, vivir y estar vivo.

Sonreí ante su mirada interrogadora y sorprendida. Me pareció que no se atrevía a preguntar: “¿Y entonces?”. La respuesta es simple y a la vez inexplicable, le dije, pero es real: existe el Amor. El recuerdo de El arte de amar, la obra de Erick Fromm leída hace más de cincuenta años, en un período lleno de interrogantes, volvió a mi mente. Nos sostiene lo que amamos: la pareja, nuestra vida íntima, nuestra sexualidad, la familia, los amigos, nuestro país o ciudad, nuestra cultura e idioma, la raza, Dios y la religión, la naturaleza, el trabajo, los logros… Amamos todo eso. Nos sentimos amados. No estamos solos, a pesar del enajenamiento consumista que el mundo actual provoca. La otredad nos rodea. Y no somos ni estamos solos: sin perjuicio de una individualidad intransferible, somos también los otros desde que nos conciben. Hechura de esos otros. No obstante, al parecer ese otro está en extinción que equivale a la paulatina extinción de nosotros mismos. Venimos de dos seres que nos conciben, y es la mujer, nuestras madres, la que nos lleva, carne con carne, durante nueve meses, nos alimenta, nos cuida y comienza a configurar nuestra estructura, al futuro ser que un día es colocado en el mundo para que comience su viaje.

Esa misma unión, vida con vida, techo y casa común, espacios compartidos, caminos comunes, viajes, años y más años de idas y venidas, mil momentos estelares, cósmicos, cuerpo con cuerpo y alma con alma, si se quiere. Errado estuvo el Génesis al sostener que la pareja forma una sola carne. Las parejas son dos, individuales, intransferibles, inapropiables. Cada uno con lo suyo, en el misterio, en lo que se calla y debe adivinarse o descubrirse, en el universo inabordable de cada ser humano. Caso contrario, sería aburridísimo. Nos buscamos en el otro, nos reconocemos en el otro. Y, explicándolo todo, el Amor, la autenticidad, la transparencia, la espontaneidad. El Amor es, sin duda, un estado místico. El acto amoroso es fundamentalmente místico… ¡Qué distantes del ser humano —y el tema sigue vigente por siglos— se encuentran quienes odian y les repugna el cuerpo, quienes niegan y desconocen a la mujer! ¡Qué distantes también —y qué solos o desdibujados terminan— quienes se hartan en búsquedas interminables o en pruebas de rendimiento que terminan en el desierto! Lea y relea el lector al filósofo de la modernidad Byung-Chul Han. Para él, no sólo agoniza el pensamiento sino también el Eros, al igual que la sociedad. Por cansancio y aburrimiento…

A comienzos de los setenta, el director de cine usamericano Melville Shavelson presentó una comedia titulada Guerra entre hombres y mujeres, protagonizada por Jack Lemmon. Tendría algo más de treinta años cuando asistí solo a la película, cuyo argumento no recuerdo. Terminaba el filme con la proyección de una frase: “Cuando todo esté por terminar, se verá un hombre, una mujer y una flor”. O, acaso, sea más apropiada la opinión del argentino Andrés Rivera (Marcos Ribak, su verdadero nombre) que escribió en La revolución es un sueño eterno: “Cuando todo se derrumba, la mujer queda, resiste. Nadie sabrá decir, nunca, por qué”.


Diciembre, 2022

2 respuestas a «Culto a la vida»

  1. Que artículo tan hermoso. Muy bien escrito y lleno de contenido.
    Me encantó.
    Me ayuda a valorar la vida, la existencia del ser humano en el planeta, a pesar de todo lo terrible que pasa.
    Gracias

  2. ¿Por qué temer lo desconocido más allá cuando podemos disfrutar de la belleza ilimitada de la vida que ya conocemos? Me encanta este escrito Modesto, no podría estar más de acuerdo.

Los comentarios están cerrados.