JM Naranjo

Este artículo fue publicado originalmente en noviembre de 2020 en el blog personal del autor.

Estudiando para una de mis clases, esta semana me encontré con la siguiente frase de Epicteto: “A los hombres no les perturban las cosas, sino las opiniones que tienen de las cosas. Entonces, la muerte no es algo terrible, porque sino así se lo habría parecido a Sócrates. Pero el terror consiste en nuestra opinión de la muerte, que es aterradora”. Tras una breve búsqueda en Google, descubro que aquel filósofo griego, perteneciente a la escuela estoica, murió en el año 135 d.C. Hoy, más de 1800 años después, pienso en algo aparentemente más simple: aceptar las diferencias.

Aunque estamos plenamente conscientes de que palabras como ‘diversidad’ y ‘complejidad’ son sinónimos de ‘humanidad’, a veces nos cuesta aceptarlo. También sabemos lo difícil que es cambiar las creencias centrales, rasgos de personalidad, gustos y opiniones de los demás. En definitiva, cada persona constituye un universo de ideas, perspectivas, ademanes distintivos y una infinitud de otros matices. Es ineludible entonces que entre dos individuos existan abismos tenues y ambiguos, tierras de nadie. Y creo que de la falta de familiarización y entendimiento ante algo o alguien surgen la incertidumbre y el terror. Entonces, ¿hasta qué punto nos perturban las personas distintas a nosotros, en lugar de ciertas creencias egoístas y todo lo que ignoramos sobre ellos?

Cuando chocamos con alguien, por lo tanto, es menester evaluar si estamos cegados por una necesidad arrogante de intentar que él o ella se parezca un poco más a nosotros; se vuelva más familiar, menos incierto. Quizás no estamos dispuestos a mirar, escuchar y aceptar lo inevitable: entendemos muy poco sobre los demás y sobre el mundo. Ningún hombre es una isla. Recordemos que Epicteto decía que no nos perturba la muerte en sí, sino nuestra opinión sobre la muerte: quizás el miedo a lo desconocido, a lo indescifrable. Cuesta aceptar y comprender que la muerte, así como las diferencias y discrepancias, no solo es necesaria e inevitable, sino también la esencia misma y el complemento de la vida.

Pienso entonces que quizás la empatía es una virtud equiparable a poder morir con dignidad, como lo hizo Sócrates. ¿Qué sentido tienen las relaciones humanas sin la posibilidad de dialogar, indagar y discrepar sanamente con quienes piensan y se comportan de formas inciertas e incomprendidas para nosotros? Como la muerte, las diferencias no son algo terrible; son nuestras opiniones tercas, creencias estigmatizantes y, en ocasiones, cierto orgullo y narcisismo, lo que nos tienta a procurar que los demás se parezcan más a nosotros. Que se vuelvan más predecibles, menos aterradores. Que nos dejen vivir en paz. Y es así como el afán pueril de vivir constantemente bajo nuestros propios términos no es compatible con el disfrute y la aceptación de todo aquello que acontece, de la gente y de nuestros seres queridos, siendo ellos también la esencia, eternamente incomprendida, de la vida.


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