Mi padre, pasados los setenta años —ahora, con un poco de suerte, vivimos más— con tono de advertencia solía repetir: “Quiero morir barato”. El psicólogo español Pepe Rodríguez — creo haberlo mencionado en otro comentario—, en su obra Morir es nada advierte, en el capítulo 13, cómo puede enfrentarse “a los chantajes emocionales de las funerarias” y da algunas reglas para evitar sus manipulaciones. Una cosa es ofrecer un servicio necesario —con clientela segura, por otra parte— y otra recurrir a prácticas de otra índole.
Revisando mis anotaciones sobre el tema de la muerte, me encuentro con esta memorable frase de Milan Kundera en su novela La inmortalidad: “El hombre cuenta con la inmortalidad y olvida contar con la muerte”. Por ese motivo, la sociedades o las culturas, y más aún en esta desahuciada época consumista y voraz, han creado y mantenido, aprovechándose del dolor de una pérdida, toda una estructura, una organización que asemeja al hecho de dejar de existir, a un “gran salto” que merece, no por supuesto una fiesta, sino todo el boato, la parafernalia, el ruido y la ceremonia, cuando la simple y sencilla verdad es que el instante de desaparecer está precedido de un fragmento de segundo, el último, de vida, y la insignificante fracción que le sigue donde simplemente ya no eres ni estás. No sé si alguien ha medido cuánto dura ese instante, cuantas décimas o centésimas de segundo ocupa el hecho de cesar, de dejar de ser, de morir.
Hace unos tres años, la esposa de un querido amigo mío, internada en una sala de terapia intensiva durante más de una semana, resistía ante un fin que parecía acercarse cada noche. Los medicamentos y la temperatura le hacían ver visiones, seres de dos metros vestidos de blanco, hormigas que se le subían por las sábanas. Toda la familia esperaba en una sala. Salió, como se dice, de milagro —aunque no me gusta nada esta palabra—. Cuando el fin parecía cercano y se imponía una intervención muy extrema por el bloqueo renal y un desgaste total del organismo, el cuerpo reaccionó. Ella se salvó y está muy bien.
No obstante, los buitres estaban preparados, pues los informantes que mantienen las administraciones de camposantos, cementerios y honras fúnebre en los diferentes centros de salud, especialmente donde pueden acceder personas de cierto nivel de recursos (o capacidad de endeudamiento), no se les pasa ninguna oportunidad. En la última tarde de gravedad extrema, el marido recibió tres mensajes de conocidas empresas funerarias —las más conocidas justamente— ofreciendo sus servicios. Sucedió realmente. La ética no permite nombres. Es imposible que clínicas y hospitales de prestigio puedan controlar estas posibilidades. El marido, en tono educado y tranquilo, respondió que ya tiene arreglado todo para estas eventualidades familiares. Una de las empresas insistió en saber con quién tenía el convenio, como una forma de medir a la competencia. Una de las funerarias se sintió tan optimista que envió una nota de condolencia por email al supuesto viudo. Recibió una respuesta humorista: señores, se equivocaron de difunto. Luego llegaron las disculpas, las bendiciones del cielo y las oraciones. Buen, bueno… El marido no presentó ninguna queja contra la institución de salud que es respetable y de buen nombre.
Todo comienza con la presentación de una infraestructura de lujo, con grandes ventanales y una vista extraordinaria para disfruten los que reposan allí hasta el fin del mundo, o columbarios con vista directa al nevado por donde se oculta el sol en tardes, a veces deslumbrantes, o en viejas mansiones que fueron de familias adineradas, o en uno de los apacibles valles cercanos a la capital, donde la paz y tranquilidad son un privilegio del que pocos pueden gozar. El servicio religioso incluye un sacerdote que nunca vio al difunto y repite siempre lo mismo. El cuerpo del fallecido es maquillado y vestido con sus mejores galas, como si se preparase para una celebración, cuando apenas le queda una hora para la cremación o el entierro. Mientras dura la velación, la mayor parte de los dolientes acompañantes conversan y ríen afuera. Hay abundancia de café, té, bocaditos, sánduches, cocacola y caramelos. No falta una cafetería. Los costos son grandes, las facturas deben ser canceladas de contado o con tarjeta, cinco o diez veces más de lo estrictamente necesario, sin perjuicio de los gastos futuros de mantenimiento del cementerio. Las señoras preguntan y repreguntan: ¿Hubo bastante gente? ¿Estuvo fulanito?
Pero allí, perdidos, confundidos y casi desapercibidos, hay seres que sufren, que lloran pérdidas irreparables, sorpresivas, no anticipadas, muertes de hijos e hijas jóvenes, mujeres que se quedarán solas, maridos —menos fuertes que sus mujeres— que se quedarán solos, hijos y nietos que han amado y compartido vidas y años, amigos que han sido hermanos, hermanos que han sido amigos. Seres que, acaso, jamás podrán superar esas puñaladas inevitables de nuestras vidas y que volverán a sus casas sin recordar bien quien les abrazó y estuvo junto a ellos en hora amargas: la hora que ha llegado la muerte que, a todos, a todos sin excepción, nos aguarda paciente con rostro pálido, frío e inflexible.
Hay otros, “la gente del pueblo” dicen, que se comportan en otra forma, con mayor espontaneidad y naturalidad, sin aspavientos y presiones. Son los más. Otros, casi no tienen donde caerse muertos. Los cercanos sufren y lloran sin estorbos. Los demás callan y respetan. El dinero no sobra en esos casos. En las diferentes culturas existen infinidad de ceremonias y ritos que han perdurado por siglos, especialmente tribales, minoritarios y poco conocidos. Pero nunca hay precisamente “negocio”, lucro, tácticas mercantilistas, aprovechamiento de las situaciones para sacar el mayor provecho económico posible. El ser humano es el centro; no la sociedad anónima. Es la deshumanización de la muerte, más todavía en esta época en que estamos cada vez más deshumanizados en vida, más aislados, más vulnerables, explotados por el sistema y los medios, en proceso de idiotización masiva.
¿Cuándo aprenderemos a respetarnos, a respetar a la muerte, a nuestros muertos, y a ser más humildes? ¿Cuándo dejaremos de considerar a la muerte como un acto meramente social donde prima el afán del “entierro de primera”? “Mira, hijita, te cuento que estuvo todo el mundo” le contará la señora a su vecina. Si la socialista muerte iguala a todos, debería ser socializada.
Modesto Ponce Maldonado
Enero, 2023.
Querido Modesto: excelente y duro tu artículo. Te felicito por tu blog. Grandes abrazos.
Abdón Ubidia
Me atrapo tu texto, admirado Modesto, por su amenidad y por la precisión fotográfica con la que describes cómo la industria funeraria hace de la muerte un pingüe negocio.
Querido Modesto. Qué duro, qué triste y qué cierto tu escrito.
Un abrazo