“Loco fue Cristo que nunca puso mitra en su cabeza…” escribe José Saramago en Memorial del Convento. Loco, sí, porque hay un Dios que está en el corazón y en los ojos de los humanos, especialmente cuando sufren; o junto a un árbol, a una hortaliza que crece bajo tierra, a una piedra; y hay otro, el lejano, el Altísimo, el que no tiene voz, ni oídos, ni ojos que no sean los de sus representantes autorizados, de sus agentes en la tierra. No existe un “Manual de Instrucciones para Encontrar a Dios”.

Hubo quien un día dejó el púlpito de una elegante iglesia quiteña, y cambió la prédica por la Palabra, el sermón por el Verbo, la rogativa por la Acción, la “caridad” por la Solidaridad. Hubo quien bajó su mirada hacia los hombres, las mujeres y los niños, extendió sus brazos y sus manos para abrazarlos, dirigió sus pies por caminos polvorientos y áridos, por barrios periféricos y por laderas, casuchas y caseríos olvidados de todos; por los lodazales, la destrucción y los cadáveres dejados por el desastre natural de La Josefina. Hubo quien un día comprendió que primero hay que ser hombres para aprender a ser cristianos. Quizá para quienes la religión se diluyó en el camino de la vida, es más fácil entender por qué nunca se me ocurrió llamarle “Monseñor”, sino como siempre lo llamé : “Padre Alberto”. Porque jamás pensamos en el obispo sino en el cura; porque nunca hemos visto en él al “Ilustrísimo Señor” sino sobre todo al ser humano; porque Alberto Luna Tobar destiló humanidad, sabiduría, ponderación, una inconmovible decisión por los que sufren, una fe que va más allá de la Fe -y él me perdonaría estas expresiones de un no creyente-, una dimensión de pasión y entrega que supera, y vale mil veces más, que todos los credos y los dogmas. No estuvo en Quito ni en Guayaquil, sedes de las alas conservadoras de la Santa Madre Iglesia. Estuvo “confinado” en Cuenca (¿para evitar un posible cardenalato?) y ahí se quedó casi hasta acabar. Ojalá tuviera, no una, sino dos, tres vidas aquí en la tierra. Más vidas, sí, para bajar a este suelo más retazos de cielo. No se vive del cielo prometido; se vive de construirlo en nuestras temporalidades, en nuestros desatinos y calamidades de errantes, de pasajeros de una sola jornada, de vividores de apenas unas decenas de años y nada más.

A mediados de los años setenta, por razones personales, fui a verlo y tuve una larga conversación con él. Entre otros temas, no pude evitar referirme los cambios radicales ocurridos en el mundo desde fines de los sesenta, de los aires renovadores en la Iglesia gracias al legado de Juan XXIII, de la crisis de las vocaciones sacerdotales ante una sociedad que no era la misma, por la irrupción de una juventud que exigía participación y una nueva forma de concebir la vida y la sexualidad, por la presencia de nuevas corrientes políticas de diversos matices renovadoras o progresistas. Luna comprendió mi intención cuando directamente le pregunté: “usted que piensa o siente, Padre Alberto”. Sonrió apenas y dijo: “Sólo Dios sabe”. En 1977 fue designado obispo auxiliar de Quito y en 1981 arzobispo de Cuenca. 

Y ahí estuvo el Obispo Luna, día a día, mes tras mes, año a año, trabajando sin descanso a favor de quienes la sociedad les niega el derecho a la esperanza y a una vida mejor. Ahí está, mal mirado por algunas señoras elegantes y por otros señores importantes que prefieren ver las cosas desde lejos. Muchos recelaron de él, le criticaron, inventaron historias, le juzgaron peligroso. “No sé qué le pasó al cura Luna”, decían, “se ha vuelto rojo”, “comunista”. Es tan simple la respuesta: el cura Luna encontró la Vida, sin mitra ni tiara sobre su cabeza. Nada más.  

En alguna oportunidad que fui a Cuenca en compañía de Rosi, mi mujer, fue imposible encontrarlo en la Palacio Episcopal, de modo que decidí asistir a la misa que oficiaba todos los domingos en la catedral.Terminada la ceremonia, fui a la sacristía, atravesé el altar y me acerqué a él mientras se desprendía del ropaje ceremonial. “Perdone, Padre Alberto; no hay otra forma de verle unos minutos”. Nos abrazamos con mucho afecto. 

Había dejado de ser obispo y tuvo la gentileza de asistir a la presentación de mi novela El Palacio del Diablo, en el auditorio del Museo de las Conceptas en Cuenca. Era el mes de noviembre de 2005. Al despedirse me invitó a su casa al día siguiente. Fui a mediodía. La casa, situada al otro lado del río, era pequeña, sencilla. Me dijo que no me recibirá en la salita y fuimos al segundo piso. Señalando a la izquierda dijo bromeando: “este es mi dormitorio de soltero”. Luego fuimos a su estudio. Tengo aún presente hora y media de inolvidable conversación con el cura y el ex obispo que, según sus allegados más cercanos y la sociedad de Quito, había perdido la razón. Usaba un gran escritorio con tapa plegable que debía tener cien años y una máquina de escribir mecánica, muy usada. (¡Cómo no quisiéramos en estos años a dos Lunas y dos Proaños que no inclinen su cabeza, con silencios cómplices, ante el Poder!).

Porque es mucho más cómodo que nadie nos obligue a meditar en aquello que está corroyendo al país por los cuatro costados. Algunos se desgarran las vestiduras y vociferan defendiendo o atacando a tal o cual político. No nos desgarra, aunque esté cerca de tomarnos por los pies, el mundo de miseria y violencia sobre el cual vivimos. No nos importa. Somos egoístas, fríos, individualistas, lejanos a lo que ocurre con la gente, desde el señor chofer de camión hasta el señor diputado, pasando por el joven de vehículo rojo, el coronel,  el empresario  exitoso o el gerente general. Y si hay un cura que rompa el esquema, lo establecido, habrá pues que cuidarse de él, llámese Proaño o Luna. Alguna vez el Padre Alberto escribió: “La pobreza es un gran negocio. Cada día aumenta más el número de pobres y la riqueza de quienes hablamos de ellos”.

Muchos prefieren seguir mirando hacia arriba, creyendo y esperando prodigios. ¿Cómo pudo agradarles Luna que acalló a milagreros y repartidores de prodigios de una imaginaria Virgen del Cajas? Otros le acusaban de “meterse en política”, porque hablaba su verdad y la decía abiertamente. Es más cómodo —más cobarde y más cómodo— callar y dejar que la “opinión oficial” la lleven otros: no existe organización más política que la Iglesia Católica. 

Admiré al Padre Alberto. Admiré, sobre todo, su corazón. Creo recordar que mi padre, a quien yo acompañaba, habló de algún asunto con él cuando yo tenía 15 años. Me asombró su talento cuando fue mi profesor en la PUCE, pero quizá más su sabiduría, su imponderable prudencia, que le permitió seguir en la ortodoxia, en su Fe, en la obediencia al Papa, inclusive al tradicionalista Juan Pablo II, sin ser “acusado” de “teólogo de la liberación”, aunque —siempre me quedó la duda— de que se prefirió “no tocarlo” por obvias razones políticas de la Santa Sede. La teología de la liberación no es más que un intento, a veces desesperado, de tratar de bajar a Dios a la tierra, aunque a algunos más les conviene, por el poder que ofrece a los dispensadores de sus gracias y perdones, un Dios inaccesible en lo más alto de los cielos. En el fondo es un problema de poder, y nada más. Que lo digan Cámara, Boff y Casandaliga en Brasil, Gutiérrez en Perú, el jesuita Ellacurría asesinado en El Salvador, mucho más tarde el mismo obispo Romero, muerto por un disparo mientras celebraba misa, a quien Juan Pablo II se negó repetidamente a recibirlo, Proaño en Ecuador, y los innumerables curas proscritos.

Al Padre Alberto pudiera aplicarse este diálogo escrito por el mismo Saramago: “Denos su bendición, padre. / No puedo, no sé en nombre de qué Dios os la iba a dar, bendecíos el uno al otro, eso basta, ojalá todas las bendiciones fuesen como ésa”. Alguien dijo en el siglo pasado: “Dios está en todas partes, menos en las iglesias”. Pienso que tampoco esté en la cruz: prefiero un Dios que tenga la opción de sonreír alguna vez, bailar en las bodas de Caná o mirar desde lejos con ternura y tristeza a la prostituta María Magdalena recibiendo tras una cortina a uno de sus clientes, según nos presentó La última tentación, uno de los filmes más bellos y humanos sobre Jesús, basado en la novela de Kazantzakis. Un Dios que se preocupe menos de nuestras culpas y defectos.

2 respuestas a «Alberto Luna Tobar: cien años (Dic. 15, 1923-2023)»

  1. Soberbio articulo Modesto. Gracias por compartir. siempre sigo esta crónica y me complace poder decir y decir contigo que esos “obispos rojos” existen y son un remanso en la fría y obscura noche de estos tiempos. Abrazo

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