Matías Lozada
fuera del pilche
Desconocido lector:
Después de vencer algunas resistencias internas, aquí me tienes. Las razones fueron poderosas. “Por favor —me exigió el psiquiatra—, usted tiene que abrirse un poco; no puede seguir así a causa del enclaustramiento. Durante meses, no podía leer y tampoco entendía lo que leía. “Escriba, escriba cualquier cosa”, me insistía el analista. Estoy en tal estado que creo haberme metido por una ventana a este blog y temo salir por el traspatio.
No encuentro otra forma de “abrirme” por el momento sino hablando de mí mismo —es de muy mal gusto— y, ¿por qué no?, algo más sobre mi barrio y mi ciudad. Valga como artificio y pretexto. Me presento: soy — o he sido— periodista de profesión, pero me he retirado hace unos meses. No me preguntes los motivos porque pongo un delete y retorno a mi encierro. Para que me entiendas, basta informarte que Kundera, en La inmortalidad, escribe que el undécimo mandamiento es no mentir. ¿Está claro? Aún no llego a los sesenta y cinco y estoy pronto a jubilarme. Me relaciono con publicaciones alternativas, no sé, creo que no me explico bien, por ejemplo, con la “economía subterránea” que se mueve en el país donde cinco millones pertenecen a cooperativas populares, no mencionadas por las revistas especializadas, que trabajan y producen. ¿Me entiendes? Si me increpas por haber bajado de “nivel”, no pasa nada. El día del punto final al ejercicio del “periodismo de opinión”, trabajando para ciertos “medios”, pude al fin superar las pesadillas que me convertían en títere con unos hilos dorados atados a mi cuerpo. En fin, no quiero hablar del asunto… Y punto.
Vivo en esta ciudad, antes franciscana, hoy caótica y maldita (más adelante te explico), en el barrio de San Juan, en un segundo piso, al cual se accede por un patio interno de piedra algo descuidado pero agradable. La escalera que me lleva hacia mis aposentos es delgada, con pasamanos de madera. Yo mismo me encargué de rehabilitar el lugar. Soy sobreviviente, más o menos exitoso, de dos matrimonios. Tengo tres hijos y nietos. Los quiero a todos y nos respetamos mucho. Cuando nos vemos, lo hacemos con cariño y alegría. No soy de la idea de almorzar semanalmente con toda la familia y fastidiar a los yernos o nueras o intervenir en sus planes. Cada uno, cada uno. Vive y deja vivir. ¿Es el matrimonio una especie en extinción? Quizás, pero tiene innegables ventajas. Se ha llegado a sostener que acaso sea adecuado, para la permanencia de la institución, cambiar ciertas reglas que se practican en la vida real o en la imaginación de los actores en mayor o menor medida. En fin… Para que tengas una idea más completa sobre el tema, te recomiendo algunos relatos de Todas las familias felices de Carlos Fuentes. Estoy parcialmente solo, pero el covid 19 conspira para que no me vea con normalidad con mi novia. “No se altere —me dice el médico— puedo contarle los casos de matrimonios o uniones disparejas obligadas a verse las caras las veinte y cuatro horas. Las situaciones son de espanto y los divorcios se están multiplicando. Se dio el caso de un marido que pasaba en pijamas y dejó de bañarse y afeitarse”.
Al comenzar la noche me cubren las primeras sombras del Pichincha. Al amanecer, en cambio, parece que el nuevo día me llega unos segundos antes y abro la ventana para mirarlo, mientras respiro hondo y acompasadamente. Como el aspecto de los amaneceres nunca se repite, examino las diversas tonalidades, los colores, los contrastes y la forma y matiz de las nubes. Los amaneceres con soles prometidos hasta el mediodía no me producen una reacción especial: carecen de misterio y de posibilidades de interpretación. Los nublados y especialmente los lluviosos me cobijan bajo un manto que me aísla y me protege. Supongo que es mi forma de rendir tributo a la vida. Los optimistas agradecen por un día más de vida, aunque realmente es un día menos. Inevitablemente miro a la Basílica del Voto Nacional y me sigo preguntando qué hace allí, en una ciudad de monumentos religiosos barrocos, una catedral gótica. Luego desayuno, hago media hora de gimnasia y me baño en agua fría. Así como el Facebook expone la vida de todos, aun la íntima, yo lo hago también mientras escribo, no porque me agrade esa atosigante red social sino por consejo del analista que me atiende: en mis pesadillas una multitud de mujeres y hombres me siguen gritando por una avenida desierta y con los brazos extendidos: ¡me gustas, queremos ser tus amigos!
Elegí vivir en San Juan porque es como un gozne de la ciudad que me separa del Quito viejo, como si huyera del pasado, con ese esperpento alado al fondo que pronto girará como una danzarina con juegos de luces nocturnas similares a las de las discotecas —hasta tal punto puede llegar nuestro mal gusto—, bien asentada sobre el Panecillo, que ha sido llamado por su forma “seno de mujer” o “extinguida burbuja volcánica” por dos novelistas. Y también distante del pretencioso norte, “moderno y pujante” según la descripción de los manuales turísticos. Muy cerca se halla la calle que fue llamada del Cajón de Agua, la iglesia de San Juan Evangelista y la recoleta de las monjas agustinas, levantadas sobre los restos, según dicen, del Palacio de la Luna, construido quinientos años atrás por la civilización incaica, conocido también como Huanacauri, sobre cuyas ruinas se levantó el Pillco Cacha o bodegas para almacenar el maíz. El lugar gozaba de “una vista encantadora”, según un viajero portugués de mediados del siglo XIX, y la leyenda asegura que existía allí un campo de lirios. Sobre mi departamento, calles retorcidas y trepadoras siguen escalando la montaña con barrios que crecen en desorden y se han tornado peligrosos. Los fines de semana se reúnen los taxistas para jugar o divertirse e hileras amarillas de vehículos ocupan dos o tres cuadras. En el sector no existen árboles, salvo un magnolio y una higuera que a dos cuadras puedo ver en la única casa que conserva un jardín. Parece que el nombre de los Pichinchas —lo recuerdo este momento— significa “dos volcanes” en algún remoto dialecto, o por piccinca, guaca o sitio de adoración principal de los indios quitus, aunque se han recogido versiones de que pueden significar “monte que hierve”, “cumbre de dos pozos”.
Esta ciudad —si te interesa, lector, por razones que quizás te comente en otra ocasión— nunca quiso ser menos y por no querer ser menos, no ha podido ser lo que es y se ha exagerado en llamarla, por la altura en que se encuentra y con el afán de distinguirla: “Escorial de los Andes”, “Florencia de América”, novia del sol”, “mestiza de cielo y tierra”, “ciudad con ángel”, “ciudad antesala del cielo, limpia de blasfemias”, “zaguán del paraíso”, “barrio, arrabal o puerta del cielo”, ciudad “a dos cuadras del cielo”, “mirador de los Andes”, “habitada por inmortales de piedra”, “llena eres de mil gracias, como el avemaría”, “ciudad maría campanario”, “parece un Belén”, “ciudad cuasi celeste”, “enamorada de los soles”. “Después del cielo, Quito…”, repite una saeta.
Tú debes estar igualmente alterado y atolondrado como todos. Espero que, por lo menos, seas consciente del fenómeno. Caso contrario, estás frito o congelado, bueno, da igual… La postpandemia puede ser igualmente grave. Podemos quedarnos embrutecidos o algo “acojudados” a perpetuidad (abobados o tontificados sería lo exacto). Hay que abrir ojos, mentes y almas. Los primeros zonzos ya se anuncian: “es un atentado a la libertad individual y a los derechos humanos que me obliguen a usar mascarilla o a vacunarme”; “no me vacuno, porque no me da la gana”; “si no es vacuna gringa, no acepto”, “las chinas o las rusas tienen un chip que nos convertirá en comunistas”. Sigo con mi apertura.
Pues es así, estimado amigo: seguimos. En la novela de Modesto Ponce El Palacio del Diablo, que es así reconocida en la obra la capital de Ecuador o quizás el mismo Palacio de Carondelet, constan una serie de calificativos que ha merecido la ciudad por parte de nuestros escritores: “ciudad dormida”, “maldita”, “lejana”, “escondida”, “encantada”, “en vilo”, “desnuda”, “travesti”, “invadida”; “ciudad de los ocultamientos”, “ciudad enigma”, “ciudad enferma”, “ciudad chismosa”, “ciudad de los desaguaderos”, “monumento alargado”, “tumultuaria” … Un profesor de literatura usamericano, el doctor Peter Thomas, de la Universidad de Carolina del Norte, especializado en nuestra literatura —ecuatorianistas los llaman— publicó en 2005 una obra titulada Quito, sueño y laberinto, con el auspicio del Municipio y el Fonsal. Su tesis es que nuestro amado y odiado Quito, a pesar de sus bondades naturales —gente y paisaje—, es presentada como “ciudad maldita” en nuestra literatura. Este profesor, por ejemplo, se refiere a Pablo Palacio en Vida del ahorcado, quien presenta a la ciudad como causante de una “angustia claustrofóbica”; y también a Icaza, en El chulla Romero y Flores, para quien es un “arrabal del infierno”. El profesor efectúa un exhaustivo y completo análisis sobre el tema desde obras del siglo XIX hasta fines del XX. Justamente este académico, cuando ya estaba publicada su obra, conoció El Palacio del Diablo y preparó un comentario crítico bastante extenso titulado “La ciudad de Quito como laberinto y ciudad maldita en El Palacio del Diablo”. En julio de 2008 este estudio fue materia de una conferencia dictada por el propio Thomas en FLACSO. Se halla incluida en la página web del autor, mi buen amigo. La recomiendo. Modesto hizo buena amistad con Peter y fueron juntos al “Pobre Diablo” (justamente) a tomar cerveza y conversar.
¡Ah!, al revisar el texto había olvidado comentarte (con la pandemia estos olvidos son frecuentes) que, desde la época colonial y después en la republicana, el tal “Palacio” fue un famoso prostíbulo que funcionaba en la calle La Ronda. Y algo más. Existe una vieja leyenda que relata cómo el presidente García Moreno, en sus obsesiones moralizadoras, irrumpió violentamente en el local en busca de uno de sus ministros que semanalmente se solazaba con Rosita que tenía “unos ojos como los aguacates de Guayllabamba”. Mas doña Mariquita, la madame, que era bruja y de las buenas, convirtió al ministro en gallo y a Rosita en gallina, y el señor presidente que rastreaba a pecadores no encontró sino a dos aves inocentes que picoteaban maíz. Uno de mis colegas me obsequió una copia de la publicación de esta leyenda aparecida en el diario El Comercio el 6 de junio de 1968.
Salgo poco, y cuando lo hago voy en mi bien mantenido y restaurado Volkswagen escarabajo, color gris plata. No puedo aceptar aún que cuando eligieron al coche del siglo, los petulantes ingleses impusieron el “Mini” por la única razón de que el vocho, como lo llaman en México, fue concebido por Hitler. En otros países tiene otros apodos: pichirilo, käfer, peta, fusca, sapito, kupla, coccinelle, y, por cierto, escarabajo… Como conductor a veces recuerdo ese simpático relato de W. Fernández Flores, un humorista español que murió en 1964, titulado “El hombre que compró un automóvil”, que lo leí de muy joven. También he observado la forma de conducir de los ecuatorianos, dependiendo de la ciudad donde viven: son muy diferentes los guayaquileños, los quiteños, los ambateños o los imbabureños. De estos, me basta la placa I y escapo en cuanto los veo. En la mayoría de los casos algo inusual ocurre. Recorra usted la “pana” entre Otavalo e Ibarra o circule por Quito y me dará la razón. Es cuestión de estadísticas. He conducido en Nueva York y en Washington sin dificultad, en Colombia y Chile igual, en Lima jamás lo haría, no me atreví en París, en Roma me llamaron “figlio di puttana”, en Alemania recorrí por el sur hasta la Selva Negra y pasé a Austria sin dificultad.
Aspiro que tú y otros lectores me brinden su generoso apoyo para seguir adelante en esta publicación. De ustedes dependo. De mi psiquiatra también. Aclaro que estoy consciente de que no soy enteramente responsable de lo que escribo y menos de lo que hago. Confío que me quede el compás.
Matías Lozada, periodista retirado.
Quito, julio 2021