Nació en 1921 en Mar del Plata, Argentina. Murió en Buenos Aires, en 1992, a los 71 años, a causa de un infarto cerebral. En 1972 tuvo un primer anuncio de su mal que le limitó parcialmente, pero su incansable afán de creación y entrega a la composición no se detuvo. Este año celebramos los cien años de quien fue llamado por unos “el asesino del tango”, por otros “Astortango” —deberían haber dicho “Astrotango”— y, ante las dudas que le invadieron la mitad de su vida sobre qué tipo de música componía e interpretaba, Lalo Schifrin, también argentino, el compositor de temas musicales para películas, le dijo: “Si lo que haces es tango o no, no es tu problema ni debe preocuparte; estás haciendo Piazzolla”. Y fue sobre la gran formadora de músicos, la francesa Nadia Boulanger, que Astor confesó, después de su estadía en París: “Ella me enseñó a creer en Astor Piazzolla. Yo pensaba que era una basura porque tocaba tangos en un cabaré, y resulta que yo tenía una cosa que se llama estilo”. Boulanger le habría dicho: no abandones nunca al tango. Ginastera fue su profesor, y con el poeta uruguayo Ferrer compuso, además de la opereta María de Buenos Aires, Balada para un Loco, que fue interpretada por Amelita Baltar, una de sus compañeras.

Hoy es considerado un clásico y el tango —todos los tangos si se quiere— ha invadido el mundo. Piazzola se ha convertido en una leyenda. Acaso él contribuyó para que, en alguna forma, se haya superado la distinción entre música clásica, seria o culta y la conocida como “popular” o “folklórica”. ¿Cuántos grandes compositores no se han inspirado muchas veces en lo que escucharon en la calle o en una ceremonia popular? Pensaría que la diferenciación tiene otras explicaciones que nada tienen que ver con el arte musical. Con la multitud de compositores e intérpretes, con la incorporación de conjuntos, instrumentos, nuevas versiones, con la electrónica que pone, apenas con un clic, la totalidad de la música a nuestra disposición, es difícil pensar en otra forma. El asunto es calidad, nada más, capacidad de conmover, de meterse adentro de cada uno de nosotros, de perdurar, por lo menos de agradar. Eso es “una cosa que se llama estilo”. La música es parte del lenguaje humano, por tanto universal, una expresión que nace de una presión interna de organizar sonidos para decir algo más de lo que puede decirse con palabras. Así como la pintura, la música sin duda apareció antes que la invención del lenguaje. En todos los órdenes de la actividad humana se incluye el ritmo, el canto, las formas musicales, los sonidos organizados o en busca de sentidos. La naturaleza y sus resonancias, la voz de los pájaros o los ruidos de las hojas al viento, los rumores o la fuerza del agua, conducen a la música. Pienso en la sinfonía sexta de Beethoven.

Detrás de Piazzola hay una fuerte influencia del jazz, pero admiró a Plugiese y formó parte de la orquesta de Troilo, de los cuales tomó mucho del ritmo del “tango puro”, el que conocimos desde pequeños o en las fiestas bailables de los 18 años, o mucho antes, como en mi caso, en una vitrola RCA, de cuerda, en discos de pizarra de 78 rpm y agujas de acero que debían cambiarse continuamente, cuyo volumen se regulaba abriendo o cerrando dos portezuelas. La vitrola de la abuela, claro, que tenía como logo el perrito sentado escuchando un gramófono. Una tía materna maravillosa, que aún vive, me enseñaba a bailar congas y tangos… Tenía trece años. Escuchaba a Gardel cantar: “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”

¿Por qué esta referencia a mi niñez? Inevitable fue la relación en mi mente: Piazzolla vivió desde los siete años en Nueva York —de allí la influencia del jazz—, adonde le llevó su padre, Vicente “Nonino” Piazzolla. En esa ciudad conoció a Carlos Gardel. Vicente tocaba el acordeón y descubrió el interés de su hijo: le compró en una tienda de empeños un acordeón en $ 18. Al parecer, Astor recibió el encargo de su padre de llevar un presente a Gardel. Se tejen historias de todo tipo, algo fantásticas, de cómo Gardel intuyó el genio oculto en el chico, pero la verdad es que así fue, o quizás el muchacho recadero buscó la forma de no desprenderse de Carlitos, el argentino que cada vez canta mejor. Gardel filmó cuatro películas en Nueva York. La última, en 1935, fue El día que me quieras o, tal vez, no lo recuerdo, Mi Buenos Aires querido, y el niño que aparece en la escena junto al barandal del barco aseguran que es Piazzolla. Ese mismo año Gardel viajaría a Buenos Aires. Había pedido permiso al padre de Astor para llevarlo, pero él consideró que era muy chico. En el vuelo, Gardel muere al chocar el avión en Medellín. Astor Piazzolla también hubiera desaparecido a los 14 años. Hoy, ambos sobreviven perennizados en la memoria, en la leyenda del tango…

Supe por casualidad de este extraordinario creador e innovador, a comienzos de los setenta, a través de una hermana que viajó a Buenos Aires y regresó con algunos discos de 33 rpm y casetes. Aún los conservo, aunque habrá en algún momento que deshacerse de ellos. Allí están los primeros acordes que escuché: Libertango, Meditango, Tristango, Undertango, Violentango, Novitango, Ameritango… Supe del Sexteto Mayor, del Quinteto, del Octeto. Luego vinieron las cuatro estaciones: Verano porteño, Otoño Porteño, Invierno Porteño y Primavera Porteña. Actualmente se las escucha en versiones combinadas, en prodigiosas ejecuciones, con Vivaldi, por ejemplo, con la Camerata Báltica que produjo Las Ocho Estaciones. Vendrán, seguidos de una interminable lista, la Serie del Ángel: Introducción, Milonga, Muerte, Resurrección; la Serie del Diablo: Tango del diablo, Vayamos al diablo y Romance del diablo; Revirado, Francanapa, Calambre, Buenos Aires Hora Cero, las Tanguedías… Como para no acabar y no acabar de escuchar también. Piazzola vivía para componer y nunca paró. El listado de sus obras es asombroso.

Se dice que de lo mejor de Piazzola es Adios Nonino, compuesto después de la muerte de su padre, y Oblivión. Son fascinantes, como tantas otras, pero voy sin duda por Libertango. No me gusta pensar qué libros o qué obras musicales son mis preferidos. No tiene sentido y las respuestas son imposibles. Prefiero decidir a cuáles amo más. Basta un click y podemos tener a Piazzolla cerca todo el tiempo que queramos: Libertango tiene centenares de versiones, incluyendo una cantada por Grace Jones, otra en griego por el conjunto Skorpios. De las escuchadas últimamente, pues siempre vuelvo a Libertango: la extraordinaria de Galiano, el acordeonista francés; la de Nilo Karadagli, la de Alison Balson en trompeta, la de las Filarmónicas de Berlín o de Rusia. En esta los primeros compases tienen como fondo las palmas de los músicos para luego dejar paso al piano, al violín y al oboe en solitario, para terminar con la intervención de todas las cuerdas, acompañados por una mujer y un hombre que bailan frente a la orquesta. Tenemos la de violonchelo y piano con Sara Sant′Ambrosio y Robert Koening; la de Luis Bocalov; la de Dame Evelyn Gennie en marimba; la de Gabriela y Rodrigo en guitarras; Yamandú Costa de Brasil en guitarra; Al di Meola en guitarra; Gary Burton en marimba; Kukio Kawai en violín; la interpretación del grupo Gotan Projet; la del conjunto vocal Flores Negras, formado por cuatro mujeres; la de las conocidas The Swingler Singers. Recomiendo la magistral de Naoko Terai en violín, acompañada de piano, chelo, guitarra y batería. En fin… Libertango le abrió a Piazzolla las puertas de Europa y del mundo.

Además del estilo, al que hicimos mención antes, que no es otra cosa que el modo, la manera, la forma de expresión personal del creador en todos los campos artísticos, el que facilita o posibilita que la obra tenga una respuesta, Astor Piazzolla cultivó y desarrolló su genio, combinando los primeros años en la orquesta de Troilo o tocando al bandoneón en cualquier bar, con el jazz en Nueva York como indicamos y, sin duda alguna, con su gran conocimiento de la música barroca, que la perfeccionó en París, ante todo con J. S. Bach, a quien admiró desde muy joven. De allí la forma de manejar la armonía, el contrapunto. Hay un tango llamado “Tango progresivo”. Siento que no se trata de una denominación, sino que va al campo del concepto, o de uno de los conceptos de sus obras. En Piazzolla hay algo que nace desde el fondo y no termina de parar, una mezcla de angustia y de búsqueda, de ansiedad y de interrogantes. Las diversas tonalidades melódicas, los acompañamientos que no son tales porque van más allá y forman cadencias que pudieran independizarse, los cambios y las alteraciones donde se mezclan la pasión, el dolor y la ternura —por lo menos así lo percibo—, la avalancha, el torrente, lo inacabado, el remanso y el descanso, el grito, el silencio y el susurro… Todo eso es y será Piazzolla. Quienes ahondaron más en su vida sostuvieron que no podía componer si no estaba enamorado. Amó mucho, en suma, y fue amado.

El bandoneón que usaba Piazzolla está, entiendo, en algún museo, protegido por una caja de cristal. Emociona mirarlo en una fotografía. El bandoneón es originario de Alemania. Tiene la extraordinaria peculiaridad de que sus conjuntos de botones y controles son diferentes y con características particulares. Si cabe la expresión, mundos distintos y, hasta tal punto, que quien domina el instrumento requiere tener una división más allá de la normal en los dos hemisferios cerebrales.

Carlos Saura, ese extraordinario director de cine español, produjo hace unos años el filme Tango. Esta película, que la he visto más de una vez, cuenta su evolución. No es un documental, pero sí una reseña histórica. El guion, los escenarios y la organización de la película son magistrales. No hay elemento de la epopeya del tango que se escape, como la escena que reproduce la llegada en barco de los migrantes italianos con el fondo musical de la ópera Nabucco de Verdi, la referencia al tango inicial que se bailaba entre hombres, la milonga, el baile con una pareja tal como lo conocemos… Piazzola no pudo faltar naturalmente.

Aunque es difícil que personalmente escriba —o lea— con “música de fondo”, por lo menos en mis primeros libros, el borrador completo de cada libro he preferido revisarlo con papel, lápiz y borrador, en un lugar fuera de mi estudio, sentado en la sala de la casa. Casi siempre lo he hecho en compañía de Piazzolla. A veces es posible tener dioses humanos. Ellos son los que explican y justifican hasta la misma vida. Gracias, dios Astor Piazzolla. De los otros que rondan por aquí —dioses, fantasmas y uno que otro demon pagano—quizás escriba algún día.

Una respuesta a «Astor Piazzolla: Cien años»

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