Matías Lozada
fuera del pilche

Estimado lector:

No pienses que comentaré sobre el derecho a la intimidad reconocido por la Declaración de los Derechos Humanos y por nuestra Constitución, ni tratar de hacer una exégesis filosófica sobre el tema. Al paso que vamos, en un mundo donde lo privado, no sólo que se invade y se vulnera, sino que se expone y se propaga como una plaga, sin vacuna posible, las declamaciones de tratados internacionales, las regulaciones jurídicas o las opiniones de pensadores van por el camino de convertirse en papel quemado. Cada cual que haga lo suyo, y si a ti no te inmuta participar, activa o pasivamente, en el cotidiano espectáculo ofrecido por el omnipresente internet y ciertas redes sociales —algunas de ellas, que no se venden y mantienen criterios humanistas, reciban nuestra bendición y abrazo—  el Facebook, el Instagram y más yerbas, es asunto que no me concierne, aunque me preocupe que continuamente millones de seres humanos, entre los cuales aspiro que no te encuentres, se introduzcan ciegamente en la feria que está banalizando y destruyendo el ser interior de los seres humanos. La desnudez exterior es, en definitiva, asunto cultural, hasta tal punto que, aunque estéticamente sea agradable, me es indiferente el desfile en la playa de mujeres hermosas con escasos paños. Prefiero admirar y sentir atracción por una que lleve su ropa con gracia, garbo y elegancia.

Por mis notas anteriores en este mismo blog estás enterado que soy un periodista retirado que tramita su jubilación. Estoy releyendo algunas novelas y enterándome de otras olvidadas por la urgencia del sustento diario. Aunque me he aislado de lo que sucede en el mundo —pues pasa de todo y no pasa nada— de casualidad he conocido un comentario de Remedios Zafra, una ensayista española que ha escrito sobre “La posibilidad de un mundo sin párpados. Ensayo sobre la intimidad conectada”. Recomiendo su lectura. No quiero hablar sobre su contenido y he preferido que mi mente vague y disponga lo que bien tenga en gana, aunque no pudo escaparse de la “exteriorización del yo” y de la mercantilización de las personalidades…

Con las manos detrás de la nuca, me balanceo en un viejo sillón que fue de un tío fallecido. Entonces me asalta el recuerdo. Por los años noventa y tantos muere en un accidente de tránsito una estrella del futbol, titular del “ídolo ecuatoriano”. El funeral multitudinario reconoce con justicia a un gran deportista. Al día siguiente, la fotografía en colores de su cadáver en la morgue, totalmente desnudo, se exhibe en el principal diario de la ciudad con sus partes íntimas, o pudendas, o sus órganos sexuales, como tú prefieras, cubiertos con un círculo electrónico negro.

En 1997, la princesa Diana fallece en un accidente de tránsito en París, juntamente con su pareja sentimental Dodi Al-Fayad, después de regresar de un viaje de varios días en un yate. Poco antes una invasión de fotógrafos y paparazis perseguían a la pareja y, al momento del accidente, dos de ellos les seguían con sus motocicletas. Aunque se habló de homicidio involuntario, los asuntos no debían ir por ese camino. Se trata de una invasión a la privacidad de las personas con el afán de obtener beneficios con noticias y fotografías. Estos actos deben ser penados. Los paparazis merecían unos cuantos meses de cárcel y la prohibición de ejercer el oficio por un tiempo determinado. ‘Paparazzi’ se entiende como la actividad que busca obtener información o imágenes sobre personas famosas sin consentimiento de estas. La investigación sobre la muerte de la princesa fue tortuosa y contradictoria. Durante meses la televisión nos atosigó con noticas sobre Diana, hasta tal punto que, por lo menos para mí, la bella princesa se volvió intolerable.

En 1998 salta el escándalo de las relaciones sexuales entre Clinton, presidente de EE. UU., y su asistente Mónica Lewinsky, quien le había confiado del affaire a una amiga, Linda Tripp, la que, además de aconsejarla guardar el vestido con los vestigios necesarios para un posible ADN, entrega las grabaciones al fiscal Starr y se relaciona con una agente literaria. Detalles del escándalo pueden consultarse en el internet. Congresistas de ambos sexos atacaron furiosamente a Clinton, pero luego fueron descubiertas y probadas sus aventuras extramatrimoniales. Un simple asunto de doble moral, de hipocresía, muy propia del gran país. Recuerdo haber opinado que Lewinsky, su amiga y la agente literaria debían ir a la cárcel por chantajistas, el fiscal Starr a un psiquiatra y al presidente, ¡dentro de lo posible!, dejarlo en paz. La vida privada de un hombre público sigue siendo privada. La intimidad más aún. Pocas cosas más detestables que las personas que se creen dueñas de la “moral” de los demás, y ven “la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Son las que más ocultan. Huye siempre de los moralistas, amigo lector, de aquellos que tienen la manía sospechosa de dictar normas de conducta a los demás. Y, más aún, de los dueños de la verdad…

La invasión a la privacidad es moneda de curso legal. Y la irrupción, que a veces es aceptada por la persona-objetivo como un medio torpe de mostrarse, con total falta de respecto personal, es tolerada por lo general. Lo privado no solamente incluye la vida, sino el cuerpo, el rostro, el origen, el género. En los medios, donde la imagen tiene derecho ilimitado de admisión, es frecuente relacionar un gesto, un segundo de un gesto poco elegante, un bostezo, un tropezón que lleva a una caída —un tropezón cualquiera da en la vida, dice el tango—, la escena con unos tragos de más o cualquier suceso disparatado, un bostezo en una ceremonia religiosa, para meterla dentro de un contexto, de una intención, de un propósito, para hacer llegar la “noticia” a un ávido deglutidor de asuntos de poca monta, de imbecilidades en definitiva.

Me consta la fotografía de una dama que, mientras se sentaba, se levantó la falda con un corte lateral de rodillas para abajo, y no faltó el fotógrafo apuntando al muslo. Se trata de una política, es guapa, no me gustan sus ideas, pero el periodista debía ir a la cárcel por un par de semanas. Cualquier joven de la realeza europea, el hijo de un magnate, el nieto de un político, una artista famosa, un deportista, puede toparse con el intruso que aprieta el gatillo mientras se da un beso con su pareja, sea o no la propia, tiene la mirada ida por unas copas demás, baila descalza o con la camisa fuera en una discoteca, comete una infracción de tránsito, o accidentalmente ha tocado o rozado las posaderas de una mujer, para que al día siguiente aparezca en la prensa, sin siquiera conocer el nombre de la ofendida. ¡Ay! de la mujer que, al besar a su amigo al despedirse, por el ángulo de la foto, las sombras de las luces o una falla de cálculo, se acercó demasiado a la comisura de los labios. Bastó la mueca de desagrado de la mujer del presidente Trump y, al día siguiente, con razón o sin ella, la prensa diera su versión.

Asistentes, asesores, secretarias o hasta mayordomos o choferes de personalidades no tienen problema, una vez desligados de su cargo, con poner a la venta un libro sobre las costumbres e intimidades de quien fue su jefe, generalmente con la colaboración de algún periodista o escribidor oportunista. Tienen seguro el éxito editorial y se hacen de millones. Tendrían que ir a la cárcel, pagar daños y perjuicios y la obra debería ser retirada de circulación.

En el mencionado ensayo de Remedios Zafra se dice: “No extraña que la pregunta por el fin de la intimidad se active en una época de conexión permanente, ojos-pantalla y sobreexposición generalizada. Si las subjetividades modernas se construyeron mirando a un lugar interior, hoy se deriva hacia la ′exteriorización del yo′. Como efecto, las personalidades tienden a mercantilizarse y lo privado no se representa, se expone.” Zafra cita una frase de Umberto Eco sobre el tema: “…las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”. Recomienda también a dos obras del mismo Eco sobre la pérdida de la privacidad:  la novela Número Cero, sobre la necesidad de una ética de la información, y su libro póstumo De la estupidez a la locura. Prometámonos mutuamente leerlo, estimado desconocido, y así tanto usted como yo, nos alejaremos del peligro de la estupidez y la ceguera. Sobre todo, tendremos razón para querernos un poco más a nosotros mismos.

Una respuesta a «La intimidad en proceso de extinción»

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