Mi abuelo me prestó un libro hace poco: Morir es nada, de Pepe Rodríguez. Hoy recuerdo el título, me gusta. Ayer viajé en un Boeing 7-37 y pensé un rato en la muerte. Luego escuché un capítulo del podcast de Sam Harris, titulado The paradox of death. Pienso en la muerte casi a diario.
¿Nos aterra dejar de existir? Creo que no, pues ya existimos en un estado de inexistencia antes de llegar a este mundo y no fue un problema, no teníamos consciencia. Ya fuimos nada antes de nacer y, desde un punto de vista terrenal, seremos nada cuando dejemos de latir. Lo que verdaderamente nos da miedo es la incertidumbre de cómo y cuándo hemos de morir, sufrir por la ausencia de nuestros seres queridos y la idea de todo proceso pre-mortem. No le tememos, entonces, a la muerte, sino a la vida… al dolor. Morir es nada.
El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos.
Epicuro
También nos acecha la idea de no aprovechar lo suficiente nuestro tiempo, nuestra vida. Y ¿si no estamos viviendo ‘al máximo’? Dan nostalgia los relojes y pensar que todo pasa, todo se termina. Así, parece lógico concluir que vivir carece de sentido porque igual todo se va a acabar, igual nos vamos a morir… ¿cuál es el punto? Ese es ‘el punto’ de la vida: que se acaba. Como concluye Sam Harris en su podcast, la cualidad de transitorio es precisamente lo que magnifica todo tipo de belleza. Son finitas las películas, los libros y las canciones. ¿Qué sería, sin finales, sin su cualidad de ‘por tiempo limitado’, la belleza? ¿Qué significarían el dolor, la felicidad y la vida sin la certeza de que tarde o temprano han de terminar? Nada, quizás. Se desvanece, entonces, el sueño de ser eternos al reconocer la belleza de lo transitorio y la transitoriedad de la belleza.
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