Días de COVID en familia, muy leve felizmente. Somos dos bajo el mismo techo. El uno enfermo, el otro sano. Entre el 22 y este 3 de enero ausencia de los seres queridos, que son pocos, aislamiento mutuo, distancia y mascarillas. El mundo y la ciudad han quedado afuera. Casi dos años de amenaza constante, de locura, de cambios que, pienso yo, la mayoría no procesa. En cierto modo, nos “quitaron el piso” y tratamos de pararnos o sostenerlos sobre la primera plataforma que se nos presenta, o asirnos a un salvavidas que alguien arrojó.

Cada persona, individual o agrupada con otros, ha reaccionado a su manera. Me temo —lo escribo desde ya— que la gente en general se ha aferrado o se ha agarrado de “algo”, sin conciencia de que estamos viviendo en la incertidumbre y el caos, la oscuridad y la disgregación, la locura y la aberración.

No tengo interés de reflexionar ahora sobre cuándo y cómo recuperamos la conciencia de saber sobre qué tierra, sobre qué mundo estamos parados, y menos conocer qué sucede con los casi ocho mil millones de seres humanos.

Al iniciar el encierro leía Muerte por agua, una novela de Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura 1994. Hace algunos años había conocido Una cuestión personal, El grito silencioso y Cómo sobrevivir a nuestra locura. Es recurrente en sus obras, y lo mismo sucede en Muerte por agua, el tema del hijo enfermo, disminuido desde su nacimiento. En El grito silencioso toca, entre otros temas muy actuales que han regresado en los días de encierro, “el sabor de la futilidad” y la omnipresencia del supermercado.

A pesar de la apasionante lectura del gran maestro, únicamente pude con las dos terceras partes de la novela. La dejé para terminarla después. Mi cabeza y mi sistema interior estaban en otra parte. Milan Kundera escribe en La insoportable levedad del ser: “El carácter único del ‘yo’ se esconde precisamente en lo que hay de inimaginable en el hombre”.

UNO. Nuestra animalidad

En una de mis novelas había citado a Montaigne, y no por haber leído sus Ensayos, sino porque tomé la referencia de una obra corta que Stefan Sweig escribió sobre el genial pensador. Sucede que hace uno cuatro meses decidí enfrentar las más de cincuenta horas que dura la lectura de Ensayos. He avanzado a pasos muy lentos debido a la profundidad de su pensamiento y erudición y a los problemas de traducción de una obra escrita en el siglo XVI, hace cuatrocientos años. He alcanzado el 30%.

Entonces me topo con el capítulo XII. Leo: “¿Necesitamos alguna prueba mejor para juzgar la impudicia humana en lo que concierne a los animales?” Y más adelante: “El defecto que impide la comunicación entre ellos y nosotros, ¿por qué no está en nosotros tanto como en ellos?”; “así como nosotros vamos a la caza de animales, los tigres y los leones van a la caza de hombres”; “los animales nos han enseñado la mayoría de las artes”, y da algunos ejemplos; “en cuanto a la amistad, la suya es incomparablemente más viva y más firme que la humana”; “en cuanto a fidelidad, no hay animal en el mundo más traidor que el hombre”.

Recuerdo que alguien opinó que somos los hombres los que decidimos erigirnos en reyes de la creación, pero no consultamos con los animales. Los animales tienen organismos muy semejantes a los nuestros: comen, hacen la digestión, defecan, se mueven, se aparean, paren, se aman, pueden morir de amor, huelen, ven, oyen, tienen “instintos” (por no decir “inteligencia”). Tienen también su propio lenguaje, capacidad de sentir, de expresarse. Los avances genéticos comprueban muy escasas diferencias, especialmente con los chimpancés, y entre un renegrido de África y un lechoso desabrido de Suecia las distinciones se reducen a puntos milimétricos.

Sabemos que la capacidad de hacer y crear del ser humano no tiene límite. Sabemos también que la maldad y la estupidez del hombre tampoco tienen límite. No podemos decir lo mismo de los animales. “La bestia vertical”, escribió Celine en Viaje al fin de la noche. “Mamífero superior con conciencia”, escribió el colombiano Héctor Abad Faciolince en Angosta.

Pregunte el lector a un amante de los perros y esa persona le dará todas las respuestas. No presumamos tanto de nuestro cerebro súper desarrollado gracias a miles de años de evolución. Y, por favor, no me salgan con el argumento que tenemos “alma” invisible e inmortal. Aunque así sea, yo no lo sé, no haría la diferencia. En todo caso, sería grato contar por lo menos con ciertos animales en el cielo.

DOS. Lecciones para el siglo XXI

Otra lectura que regresó a mi mente en la pequeña habitación de huéspedes donde he dormido dos semanas, es la obra del judío Yuval Noah Harari 21 lecciones para el siglo XXI. La leí hace poco, nos referimos a ella en este blog, pero los temas tratados, las predicciones, el enfrentamiento con el futuro que se viene, las brutales realidades de un mundo absurdo, las desigualdades más inimaginables, la inequidad llevada a niveles demenciales, los avances tecnológicos que nos deshumanizan, nos deberían desquiciar. Nos salva nuestra capacidad de soñar, nuestra humana tozudez, nuestras reservas inagotables de esperanza o, si se quiere, nuestras habilidades para la mascarada, el autoengaño, la propia trampa. No nos queda otra salida, porque de lo contrario no valdría la pena vivir o estar vivo, salvo por una sola palabra: el Amor, en su más amplio sentido.

Véanse solamente algunos de los temas de que trata la obra y no dejen de leerla: El desafío tecnológico; El desafío político que toca temas como la comunidad y la religión; Desesperación y esperanza relacionada con asuntos relativos a guerras, Dios, laicismo, humildad; Verdad, sobre ignorancia, justicia, significados, posverdad… Al final nos habla mucho de meditación: el autor medita una o dos horas diarias, piensa, se mete dentro de sí mismo, como una forma de salvarse y de mantener distancias con las avalanchas que nos asedian.

Entre las notas que he tomado de la lectura, subrayadas y a vuelo de pájaro, constato que se habla de “dictaduras digitales en las que todo el poder está concentrado en las manos de una élite” (mientras hay gente que todos los días se baña en agua de rosas con “libertad”, “democracia”, “libertad de pensamiento”, etc.)…, o la dificultad de “distinguir entre las fechorías y la justicia”…, o las consideraciones sobre los “relatos fascistas, comunistas o liberales”…, “la sensación de desorientación y fatalidad”…, o que si será posible que sea “mucho más difícil luchar contra la irrelevancia que contra la explotación”…, puesto que en este siglo XXI “las revueltas populistas se organicen no contra una élite económica que explota a la gente, sino contra una élite económica que ya no lo necesita” (¿es el Ecuador de hoy?)…, o cuando habla sobre un “nuevo modelo que despierta cada vez más interés, es la renta básica universal”…, o de que, a pesar del peligro del desempleo masivo, “aquello que debería preocuparnos mucho más es el paso de la autoridad humana a la de los algoritmos”…, o afirmar (con razón) que “la conciencia está relacionada de algún modo con la bioquímica orgánica”…, o cuando afirma que “sin un sistema de seguridad social y una igualdad económica mínima, la libertad no tiene sentido”…, o cuando escribe que la desigualdad “puede remontarse a la edad de Piedra”…, o que el uno por ciento de la humanidad más rico posea la mitad de las riquezas del mundo…

Antes de dormir, me hago la pregunta, propia de un idealista crónico, que no tiene respuestas todavía, aunque sí demasiadas preguntas: ¿será Latinoamérica, tan lejos del primer mundo e inclusive de los que escriben en ese primer mundo, la que pueda dar los primeros campanazos?

Enero, 2022.