Modesto Ponce Maldonado
La española Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) acaba de publicar El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Un ensayo alucinante que no debe dejar de leerse (Serie “Debolsillo”, Penguin Random House, 2021, 433 págs.).
La autora estudió Filología Clásica y obtuvo el doctorado en las universidades de Zaragoza y Florencia. Columnista de “El País” y “Heraldo de Aragón”. Tiene obras de ficción y antologías de sus comentarios. El infinito en un junco fue galardonada con el Premio El Ojo Crítico, el del Gremio de Librerías y El Premio Nacional de Ensayo 2020.
“Apasionada por los clásicos, entreteje en su escritura el tapiz del presente con los hilos de la cultura grecolatina (…). En esta obra exquisita sobre los orígenes del libro, Irene Vallejo recorre la historia del asombroso artefacto que nació hace cinco milenios, cuando los egipcios descubrieron el potencial de un junco al que llamaron papiro”. Son palabras de la portada. Como todo lo humano, la biografía del libro participa por igual de la vida y de la muerte, del amor y del odio, del sueño y del fanatismo, de la excelsitud y de la estupidez, de la grandeza y de la miseria. Menciona la autora, con intensidad, “las palabras aladas” sobre las que escribió Homero en “La Odisea”. La obra es fruto de investigación, método, talento, amplia erudición y sensibilidad. El estilo es de una fluidez extraordinaria, donde las continuas referencias a creaciones y hechos, muy distantes de las culturas originarias o contemporáneos, dan un matiz de frescura y rigurosidad extraordinarios.
Aunque se trate de un ensayo, la obra se lee como un relato inmenso que cuenta la historia del libro a través de más de dos mil años, desde las épocas de Alejandro el Grande y de Hipatia, que murió despedazada por el fanatismo y el odio, perennizada en la película “Agora” de Amenábar. Antes de los papiros estuvo la escritura cuneiforme y las tablas de arcilla; después vino el pergamino (originado en Pérgamo), el papel, los discos y la electrónica que puede albergar la biblioteca de Alejandría y todos los libros conocidos o perdidos en un pequeño botón o en la punta de un alfiler. La referencia a Gutenberg basta con una sola frase: “Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único”.
Hoy tenemos a la web, la biblioteca universal que no podrá incendiarse, inmune al “Fahrenheit 451”, o a ser destruida por las bombas y la barbarie humana que acabaron con la biblioteca de Sarajevo en la antigua Yugoeslavia, como antes sucedió en la Alemania nazi, y como desde siempre cristianos y musulmanes se destruían mutuamente y desaparecían sus culturas. Los censores quisieron quemar el “Ulises” de Joyce. Salman Rushdie, autor de “Los versos satánicos” acaba de sufrir otro atentado contra su vida. La Iglesia Católica mantuvo un índice de obras prohibidas (del cual yo me informaba secretamente desde los 17 años). Piensen en Irak hace no mucho. Los españoles incineraron todos los kipus encontrados como si fuesen obra del diablo. Para combatir al “comunismo”, la CIA exigía a los gobiernos a incinerar todo material que venía de la URSS. Después de la destrucción de las Torres Gemelas, un pastor sugirió la quema del Corán a nivel nacional.
En el mundo actual, los libros se incineran antes de ser publicados. Carecen de espacios, se niega su posible circulación, se arrebata a la gente la posibilidad de conocerlos. Los grupos dominadores y las élites mundiales lo impiden. El marketing también, porque se ofrece a la gente no precisamente lo que el ser humano necesita descubrir en las páginas de un libro. Somos así y no cambiaremos. No obstante, “silenciosamente, las bibliotecas han ido invadiendo el mundo”: de 50 bibliotecas existentes a.C., y ninguna estuvo en Europa, actualmente solamente en España más del 90% de la población dispone de una biblioteca cerca de su casa. La palabra, lo que nos hace realmente humanos, no podrá morir. Irene cuenta que en España se distribuían textos de Marx, con la carátula y el primer capítulo de “El Quijote”. Sus padres le prohibieron tener hijos mientras Franco viviese.
Apenas recorridas las primeras páginas nos encontramos con la mención a una de las novelas más hermosas que se han escrito: “El Cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrel (inolvidable el personaje femenino Justine). La literatura y el cine son mencionados constantemente, con precisiones exactas y oportunas. Borges no podía faltar. Tampoco Humberto Eco y “El nombre de la rosa” con el bibliotecario ciego que llevaba el mismo nombre que el universal argentino: Jorge. Está presente el mensaje de “Ciudadano Kane” (1941), dirigida por Orson Wells y de “Rashomom” (1950) de Akiro Kurusawa, presagios de lo que actualmente sucede en el universo informativo.
“Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas”. Vida y libro. Vida y autobiografía impresa en nuestra piel. Somos piel fresca cuando nacemos, somos pergaminos o papiros cuando morimos. “Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso: cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel.” No deja de referirse a la lectura y dice a quienes aún leen: “Tú puedes, en cualquier momento, apartar los ojos de estos párrafos y volver a participar en la acción y el movimiento del mundo exterior. Mientras tanto permaneces al margen, donde tú has elegido estar. Hay un aura casi mágica en todo eso”. Palabra de Irene.
Analiza la cultura oral en su lucha contra el olvido, creadora del ritmo en la poesía y en los cantos, que nacieron porque en esa forma era más fácil recordar. El drama y el teatro también facilitaron la amenaza de la fragilidad de la memoria. Menciona, sin embargo, a la “gran cultura inca peruana que sin el apoyo de la escritura (y sin conocer la rueda) gobernó un poderoso imperio”. Comenta con agudeza el Nobel para Bob Dylan, un cantautor: “Un nobel para la oralidad. Qué antiguo puede llegar a ser el futuro”. Naturalmente, también se refiere al salto de la oralidad al alfabeto, que fue “una técnica aun más revolucionaria que internet”. Cita a Borges: “de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo”. Y algo más: “Europa nació al acoger las letras, los libros, la memoria. Su existencia misma está en deuda con la sabiduría secuestrada de Oriente. Hubo un tiempo en que, oficialmente, los barbaros éramos nosotros”.
Qué está sucediendo, cabe preguntarse, ¿qué está sucediendo justamente ahora en el mundo? Me impresionó la mención a ese extraordinario narrador, el usamericano Paul Auster, de quien he leído muchas obras, y a su novela “País de las últimas cosas”. Apocalíptica, sucede en las ruinas de una gran biblioteca donde se han escondido pensadores y sabios y han formado una comunidad que, entre las “cenizas sin voz” no tratan sino de recuperar la memoria de la palabra escrita antes de consumirse, como “mariposas negras”, y convertirse en escombros. Después de leer la novela de Auster, he escrito a lápiz en la primera página: “Ficción sobre la capacidad de supervivencia del ser humano. Cuando lo único que cuenta es la comida y seguir vivos, lo demás no tiene sentido. Metáfora y significado”. Auster nació en 1947. Su novela fue escrita en 1987. Hoy estamos en 2022 y el mundo lentamente se encamina hacia la extinción. Escribe Irene, “la esperanza de transformar el mundo siempre tiene la razón”.
Vallejo nos recuerda que el término “historia” fue creación de Herodoto. En su lengua significaba “pesquisas” o “investigaciones”, una nueva disciplina y una distinta manera de mirar al mundo. Y existen tantas “historias” como formas de mirar este mundo. ¡Las trampas de la historia! La historia es una “verdad” que se arma a retazos. La literatura, en cambio, mira a ese mismo universo, pero como posible, como soñado, con la realidad de la irrealidad. Para Vallejo, Herodoto nos enseñó que la historia no tiene fronteras y que “es el otro quien me cuenta mi historia, el que me dice quién soy”. Del historiador griego aprendimos que “todos estamos dispuestos a considerarnos superiores. En eso somos iguales”. Basta escuchar hoy a los medios informativos.
No deja de referirse Vallejo a la lucha eterna de la mujer que no termina en ser reconocida. “Quiero imaginar que hubo en Atenas una corriente de rebeldía femenina de la que ningún autor griego nos habla y que no figura en los libros de historia”. Menciona a la poetisa Safo que escribió que “lo más bello es la persona amada”. Los pocos nombres de mujeres escritoras sólo la conocen los expertos. Demócrito afirmó que “la mujer no se ejercite en hablar, que eso es terrible”. Telémaco: “La palabra debe ser cosa de hombre”. “Las niñas recibían alguna educación cuando eran nobles y ricas (…). Las primeras en sublevarse habrían sido hetairas, es decir prostitutas de lujo, las únicas mujeres verdaderamente libres de Atenas”. Fue el drama Medea de Eurípides, nos recuerda la autora, que comenzó a provocar alguna reacción contra el encierro. La mujer no podía salir porque era peligroso y debía atender hijos y casa, mientras los hombres se divertían las noches o iban a la guerra. Al hablar de la mujer en el mundo actual, ha pensado en María Moliner (1900-1981), que pasó su vida elaborando el “Diccionario del uso del español”, tres mil páginas que, en dos grandes tomos, están a la mano de los escritores. Pues a ella, por ser mujer, “la rebajaron diez y ocho puestos en el escalafón, excluyéndola para toda su carrera de cargos de mando o confianza”.
Innegable y dominadora, Grecia, inclusive en la época romana, es la fuente y el origen. “El nuevo imperio hizo posible la ambición unificadora que los griegos nunca cumplieron”. Los romanos fueron invencibles, pero “tuvieron un fogonazo de asombrosa humildad al asumir que la cultura era superior (…). Grecia lo inventa, Roma lo quiere”. Horacio “escribió que Grecia, la conquistada, había invadido a su fiero vencedor”. “A causa de la fascinación que aún despierta en nosotros —escribe Irene Vallejo—, Grecia supervive como el kilómetro cero de la cultura europea”. Recomendaría consultar “La idea de Europa” en el capítulo 15 de la Tercera Parte de “Ideas, historia intelectual de la humanidad”, escrita por Peter Watson. El alfabeto latino es derivación del griego. Vallejo enseña que las primeras obras en latín se empezaron a escribir por el 240 a.C., cuando Roma “era entonces un páramo sin apenas libros, ni bibliotecas públicas ni libreros”. Lo que podía haber existido fue obra de la apropiación mediante las conquistas. Después de la segunda guerra, los EE.UU., a más de razones históricas sobre su génesis a partir de 1776, trasladaron a su Meca sobre todo cerebros: “el epicentro del arte y del saber cambió de continente”.
En Roma las cosas no fueron exactamente así: “La historia de los libros en Roma tiene como protagonistas a los esclavos (…) que enseñaban a escribir y elaboraban copias”, la mayoría griegos. Era la ciudad de “los escritores pobres y de los lectores ricos”. En EE.UU. no: los esclavos eran eso y nada más y hasta eran ahorcados si trataban de enseñar a deletrear. Cicerón y César, de familias nobles, fueron los más conocidos, pero en general los artistas eran considerados desde entonces como “gentes de baja estofa”. El trabajo creativo no podía ser remunerado. “De escritor o pintor te mueres de hambre”, han dicho siempre los padres. En Roma, “en el principio fueron los árboles, porque se escribía sobre las cortezas, antes de conocer el papiro y el pergamino. “Liber”, libro en latín, “era la película fibrosa que separa la corteza de la madera del tronco”. En Grecia fue “biblion”, por Biblios que producía papiros. Fue Marcial que en el siglo I hizo de primer librero que vendía “regalos baratos” en pergamino: Virgilio, Tito Livio, Ovidio y su “Arte de Amar”. Las primeras bibliotecas públicas las hizo construir César, Augusto y Trajano. Le erupción del Vesubio, debido al altísimo calor, produjo costras de cenizas en los cuerpos de sus habitantes, conservados en el último acto. Lo mismo sucedió con dos mil rollos carbonizados que el desastre destruyó y conservó, como los cuerpos. Sucedió con las excavaciones hechas en el siglo XVIII. Tácito fue el historiador que se levantó contra la censura. Hoy Amazon borra impunemente los textos “políticamente incorrectos”, y los borra también de la biblioteca del usuario que está en la “nube”.
Al concluir la primera parte de la obra, “Grecia adivina el futuro”, la autora, en el capítulo 86, hace una especie de paréntesis encantador, en el cual revela cómo fue ella en la época escolar, silenciosa, delgada y tímida, los acosos de marginación y aislamiento que sufría por parte de sus compañeros. “Lo peor fue el silencio. Entonces no había una palabra para llamarlo”, escribe. Contra el rechazo y desprecio originados en la crueldad infantil, “por autoestima mal entendida, por vergüenza, obedecí la norma: ciertas cosas no se cuentan. Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley (…). La raíz de la escritura es muchas veces oscura. Esta es mi oscuridad. Ella alimenta este libro, quizás todo lo que escribo”. Y luego: “La Gran Biblioteca me fascina —a mí, la pequeña marginada del colegio de Zaragoza—, porque inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos”.
Agosto, 2022