por Modesto Ponce Maldonado
A continuación un fragmento del capítulo 14 de la novela El Palacio del Diablo. Esta novela, escrita por Modesto Ponce Maldonado, obtuvo el Premio Joaquín Gallegos Lara en 2005. Fue declarada también “la mejor novela del año” por la Fundación QUITSA-TO. El crítico Rodrigo Villacís Molina opinó que es una obra “capaz de sacar la cara por nuestra literatura en el concierto de la literatura latinoamericana”. Peter Thomas, de la Universidad de Carolina del Norte, opinó que “esta novela es una de las más complejas y multifacéticas publicadas en el país en los años recientes”.
El Palacio del Diablo puede encontrarse en Amazon en su formato digital (Kindle):
En agosto de 1973, el autor fue testigo directo de la escena del tentadero en una hacienda de Chimborazo y conoció en forma fidedigna de otros hechos relatados.
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Esos abuelos y bisabuelos de Antonieta fueron descendientes directos de un latifundista criollo de la colonia —descendiente a su vez de los conquistadores, ninguno tampoco de “buena familia”, como es sabido, pues fueron aventureros y malhechores que, cansado del andar de pato y de la nariz ganchuda de su tercera mujer —las primeras murieron, la una de mal parto y la otra de pulmonía—, ciento veinte años atrás, tuvo su aventurilla fuera del camino recto, en el pajar de la caballeriza o en un reservado de alguna casa del pueblo, donde las comadres, a más de preparar reparadoras viandas, eran buenas celestinas. La familia siempre ocultó al desliz del lejano y distinguido progenitor, aunque su descendencia mantuvo el derecho, derecho que se hereda y que se hurta también, de sentirse amo de haciendas y vidas en los interminables páramos de una de sus propiedades, cercanos al Chimborazo, el nevado más alto del país —las otras propiedades estaban en uno de los valles calientes aledaños a Quito—. Esa posición les permitía no sólo gozar de cosechas, frutos y plusvalías, sino latiguear a los indios o marcarlos al rojo vivo por robar una gallina, un poco de alfalfa, el grano de la cosecha o perder el santo temor del Ser Supremo. Facultades que además incluían, cuando impelidos por el escroto lleno y rebosante y por la turgencia del falo condenado a dos o tres meses de tareas agrícolas, la posibilidad de hacer traer a una de las longas del ordeño —“ya saben cuáles me gustan, mierda”, era la orden— para meterla en una habitación por diez o quince minutos y luego soltarla bajo apercibimiento, con el mandato de silencio y olvido; o incitar a los hijos mayores de dieciocho años, “para que se hagan hombres”, a practicar el sexo con las longas jóvenes de las haciendas. “Será la voluntad del diosito y de amo patrón; será de ser”, se iban repitiendo las desdichadas. El indio sabía que se debía al “patrón”: la autoridad viene de Taita Dios, y el hacendado, el cura, el jefe político y el policía son la autoridad. Así de simple. La Santa Madre tenía “agentes” de cobro mestizos para recaudar, vaya usted a preguntar cómo, los diezmos y las primicias para la Iglesia. Ni siquiera la comida de los “blancos” podían tocarla. No podían comer carne, huevos, leche y hortalizas porque no eran alimentos de indios. En los páramos de Chimborazo vivían con doscientos años de retraso respecto inclusive a otras comunidades indígenas. En Salamanca, en la época colonial, obispos y sacerdotes sostuvieron que los indígenas no tenían alma. Las voces del dominico Bartolomé de Las Casas apenas fueron escuchadas —aunque propuso sustituir a los indios por los esclavos negros—. Aún existe en una de las grandes propiedades, que en su tiempo tenían ocho o doce mil hectáreas, la viga en la cual colgaban a los indígenas para flagelarles. En los onomásticos del amupatrón, hileras de indígenas desfilaban ante él y depositaban gallinas, huevos, cerdos especialmente engordados, sacos de papas, granos, tejidos de lana. Eran los encomenderos y mitayos dejando a los piesdel todopoderoso señor los frutos de sudores y trabajos. Los frutos de su hambre. Un ex presidente de la República, obsesionado por los títulos nobiliarios, borracho en su hacienda, hacía llamar a un indígena para que le besara de rodillas las botas. En 1922, el principal rubro del presupuesto del Estado era el “Tributo de indios”: pagaban más los que menos tenían. No han cambiado las cosas: ahora son el millón de emigrantes que han abandonado al país que nada les ofrece los que sostienen una economía dolarizada, mientras la nación importa más de lo que exporta y en almacenes y supermercados se encuentran productos y hasta alimentos exclusivos y muy sofisticados y toda clase de vehículos y lujos dignos del primer mundo. Inclusive han aparecido mafias que organizan exportaciones temporales de mendigos a los países vecinos, para beneficiarse de un porcentaje de la miseria callejera. Son claras aplicaciones de la norma que se cumple con todo rigor: la sagrada ley de la oferta y de la demanda.
En una vieja casa de hacienda existía, además del oratorio, un pequeño tentadero. Cada año celebrábase una gran juerga en honor de los patrones. El gaudeamus incluía chancho hornado, llapingachos, mote, choclos con sal y queso, papas cocidas, plátanos fritos, empanadas de morocho y ají, abundante cerveza y whisky escocés de doce años, y nunca faltaron los toretes, las vaquillas bravas y los capotazos. A cincuenta metros de distancia, sobre tapiales y árboles, los niños indígenas miraban boquiabiertos como corrían el licor y las cervezas, y como los invitados se hartaban. Aún seguía la cuchipanda, cuando de repente los indiecitos se amontonaron dentro del corral. Sirvientes salían luego con grandes canastas de pan duro y bananas ennegrecidas, y eran las señoras las que, desde las terrazas levantadas sobre el tentadero, los lanzaban por los aires y ellos, ávidos y hambrientos, los recogían de la tierra y los acumulaban, peleándose con los otros, en sus ponchos y sombreros, mientras repetían: “Dios se lo pague, amo patrón; Dios le dé más”.
Hasta los novecientos setenta el látigo y la pistola gobernaban a los indios convertidos en recuas. Se cansaron un día y vino la reacción, promovida por un obispo valiente que puso a raya a los explotadores. Diez años más tarde no quedaba un solo latifundio. Se habían revertido todas las haciendas a favor de los indígenas: la lucha comenzó por la tierra…
Antonieta era, además, de familia “conocida”. Las buenas familias tienen sus divisiones y clasificaciones. Ser “conocida” no deja de ser un peldaño más alto. El paisito, cuya primera característica es la disgregación —la segunda es el resentimiento y, ¡ah!, la tercera la corrupción— también se distingue por eso. Sucede por tradición en las familias que se creen “blancas” y distinguidas, generalmente aliadas con el poder y el dinero, o en las que poseen ciertos apellidos que “suenan”, o cuando han descubierto a algún antepasado con méritos, a un militar que luchó en las batallas de la independencia, o aunque haya batallado matando revolucionarios, obreros o indios a principios del siglo XX, o cuando hallan de casualidad un apellido italiano o alemán entre los ancestros, o cuando hubo un comerciante próspero que dejó fortuna a la descendencia, o un político que se benefició de la hacienda pública; o cuando, por arte de magia en la generalidad de los casos, los nuevos ricos tienen urgencia de incorporarse al grupo selecto, para convertirse automáticamente también en selectos, ingresan a los clubes más exclusivos, se codean y rozan con los pertinentes, hasta que empiezan a convencerse de su origen impoluto, aunque hayan sido hijos o nietos del cura en la lavandera de la casa parroquial. Cuando un conocido genealogista demostró en el libro Sancho Hacho, orígenes de la formación mestiza ecuatoriana, que de este indígena puro —cacique de las comarcas de Latacunga y Tilipulo— descienden muchos caballeros y matronas distinguidos, una conocida familia quiteña adquirió indignada toda la edición. El mismo tipo de familias que no tienen reparo en rezar en navidades la novena al Niño Jesús, y agradecer al diminuto y divino infante de porcelana por tener más que los otros y ser más dichosos que la mayoría, porque así lo han permitido los designios misteriosos de la providencia. La institución de las buenas familias se da también en las ciudades pequeñas e inclusive en los pueblos, cuando la casa está situada en la plaza principal y se disponen de algunas tierras y ganados, o cuando el mestizo insulta y maltrata al indígena que, por cierto, no tiene a nadie debajo de él y sólo le resta desquitarse con sus hijos, su mujer o los animales a su cuidado. Los colonizadores españoles obligaban a los indios a decir ese “Dios se lo pague”, después de usurparles la tierra a sangre y fuego, y darles azotes a modo de despedida. Esa frase indigna es ahora y ha sido desde siempre institución nacional, cuando la correcta sería “Dios se lo cobre, hijo de perra”.
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