Las características del envoltorio dan forma al contenido. No al revés.
Haruki Murakami. 1Q84, libro 1.
… y no nos dejes cae en la tentación de dudar de los profetas o de los iluminados de este siglo. “A medida que hemos avanzado en nuestra sofisticada tecnología de la simulación —anticipó Rafael Argullol en El cazador de instantes— y, sobre todo, mientras hemos creído en ella con una fe cada vez más inconmovible, se han ido invirtiendo los personajes de la parábola platónica: ahora las sombras que desfilan son lo único verdaderamente real mientras han dejado de existir los hombres que paseaban libremente al exterior de la cueva”.
En la tediosa y agotadora pandemia —que nos hizo casi olvidar el sentido de la otredad y nos encerró con nuestros fantasmas— cumplí un viejo anhelo: leer íntegramente los Ensayos de Montaige, escritos hace más de cuatrocientos años. Sé de personas que lo han leído más de una vez. Antes había conocido el Montaigne, de Stefan Zweig, publicado en 1960, que no llegó a concluir porque se quitó la vida en Brasil, abrumado por la desesperanza. Zweig opina que “quien piensa libremente, respeta toda libertad” y, por tanto, practica la tolerancia que —soy el primero en reconocerlo— es difícil de incorporarla a nuestra forma de ser y de actuar. Y añade: “Montaigne habría sonreído ante la idea de pretender de transferir a los otros, y menos a las masas, algo tan personal como la libertad interior, y desde lo más profundo de su yo a los reformadores profesionales del mundo, a los teóricos y a los expendedores de ideologías”. Con siglos de distancia, hay un paralelismo entre Montaigne, que vivió las atrocidades de las guerras religiosas entre protestantes y católicos, y Zweig en plena Segunda Guerra mundial.
Tres plagas, más graves que todas las guerras y las pandemias, están destruyendo a la humanidad: el caos climático de un planeta sobreexplotado que nos dirige hacia la extinción futura; la desigualdad que permite que los cien hombres más ricos del mundo tengan ingresos iguales a los que dispone la mitad de la humanidad, o sean cuatro mil millones de seres; y la desinformación, la plaga informática, que está matando y asesinando nuestro pensamiento a través de volvernos cada día más estúpidos, con menos capacidad de análisis, más esclavos, menos libres. De la primera plaga, será la misma naturaleza la que se defienda y reaccione. Ya lo está haciendo y no está lejana una catástrofe a escalas inimaginables en cualquier lugar del planeta. La segunda, la de la inequidad y la más atroz explotación del ser humano, que acaso —espero— nos pueda ayudar la misma reacción de la naturaleza. Los seres humanos no lo haremos. De la tercera no nos libra nadie, salvo nosotros mismos al rescatar nuestra libertad interior, cierta autonomía en nuestro pensamiento y forma de mirar y juzgar las cosas. Por mi parte, cansado del atosigamiento venenoso y de la presión de imágenes y sucesos que nos empobrecen, he eliminado la televisión por cable, los noticieros, nunca en usado Facebook, Twitter, Instagram, TikTok… Busco alejarme en lo posible y trato —confío no equivocarme mucho—, sin suscribirme a ninguna red, de pescar opiniones que, aunque reflejen el pensamiento de quien las emite —no puede ni debe ser de otra manera— sean, en definitiva, más serias, más profesionales y permitan una visión más equilibrada y razonable. En el fondo, en lo político, en lo religioso, en la historia, en la sociología, en la ciencia, no existen verdades absolutas, inamovibles. Ni siquiera en la ética, donde parece que lo único que no admite discusión es el “no hagas a otro lo que no te gustaría que te hagan a ti”. No existe la Verdad, ni las verdades, salvo en la Literatura, donde todo es verdad porque todo es mentira, y, en general, en el Arte que cubre esferas superiores que tienen relación directa con nuestra sensibilidad. Bueno, habría que añadir nuestros sueños y delirios, a los que no debemos renunciar, que también son “mentirosos”…
No me gustaría que se crea que el título de este comentario y sus frases iniciales puedan considerarse una irreverencia. Además de las pandemias, el nacimiento de un nuevo orden mundial y los intereses y presiones de los dueños del universo han creado una corriente tan fuerte de adoctrinamiento que necesitamos de las mentiras como el pan de cada día. Y el ingrediente principal es el Enemigo, el Maldito, el Satanás. Los Malos contra los Buenos… En otras palabras, el Odio, que se expande en nuestro país, en el continente, en el planeta. Considero que ciertos niveles de fanatismo y de dogmatismo implican, en no pocos casos, una enfermedad, una especie de demencia monomaníaca, una deformidad emocional o, tal vez, una forma de paranoia repetitiva y cansona. (Hay periodistas que parecen dormir todas las noches con el enemigo y que están claramente enfermos, embrutecidos).
Hace poco leí Los Bárbaros de Alessandro Baricco, autor de la excelente novela Seda. Escribe: “Voy a decirlo de la manera más simple: el acceso al sentido profundo de las cosas: tiempo, erudición, paciencia, aplicación, voluntad. Se trataba, literalmente, de ir al fondo, excavando en la superficie pétrea el mundo”. Nos hace entender que vivimos únicamente rozando la superficie, llevados por la espectacularidad, la velocidad, la acumulación de datos, la noticia diaria que se agota al instante. La “verdad”, por tanto, tiene efímera duración. Insiste en el fenómeno de la “mutación”. Somos mutantes. Cada vez menos seres humanos. Bailamos al son que nos tocan. Habla del “hombre horizontal (…), distribuido en la superficie (…); la idea de que la intensidad del mundo no se da en el subsuelo de las cosas, sino en el fulgor de una secuencia dibujada en la velocidad, en la superficie de lo existente”.
Montaigne (1533-1592), en el Libro I, Cap, IX escribe: “A decir verdad, mentir es un vicio maldito. Sólo por la palabra somos hombres y nos mantenemos unidos entre nosotros. Si conociésemos su horror y gravedad, lo perseguirías como el fuego, más justamente que otros crímenes.” (…) “Si la mentira tuviera, como la verdad, un único rostro, nos llevaríamos mejor. Porque daríamos por cierto lo contrario de lo que dijera el mentiroso. Pero el reverso de la verdad posee cien mil figuras y un campo indefinido. Según los pitagóricos, el bien es determinado y finito, el mal infinito e indeterminado. Mil rutas se desvían del blanco, una sola conduce hasta él.” Para Montaigne la única conquista deseable es la de conocerse a sí mismo y disponer de una libertad interior casi ilimitada. La vida es un devenir que no se detiene, un continuo cambio. De allí su estoicismo, su escepticismo total. Su humanismo también. La vida es una tarea que debe hacer preguntas y cuestionar sin fin. Jamás creyó que pueda existir una Verdad, a pesar de su creencia personal en Dios, a quien también cuestionó en alguna forma. Menos aún en titulares de verdades, dogmas y creencias. La verdad es, en suma, asunto personal. A pesar de pertenecer a una familia acomodada, vivió, por decisión de su padre, entre campesinos pobres hasta los ocho años, con un preceptor que lo enseñó griego y latín y lo vinculó con toda la cultura clásica. Francés aprendió posteriormente. No temía a la muerte. Su desapego y distanciamiento de los asuntos matrimoniales nacían de la convicción de que somos excesivamente complejos y “espinosos” como para mantener el contrato. Basta abrir un poco los ojos, pienso yo. Escribe, refiriéndose a la muerte, como “el último, y sin duda más difícil acto de (la) comedia. En todo lo demás puede haber una máscara”. Y añade: “Pero, entre este último papel entre la muerte y nosotros, no queda nada que fingir, hay que hablar claro, debe mostrarse lo que hay de bueno y de limpio en el fondo del tarro”. (Libro I, cap. XVIII). Respecto al objetivo de la vida, cree que no es otro que el placer, que yo lo interpretaría como la felicidad, siendo, ante todo, la realización personal. Para morir hay que aprender a vivir y, para vivir hay que superar la ignorancia y aprender a pensar y filosofar. Parte de esa posible felicidad está, por tanto, en la autenticidad y en la imaginación de que habla en el capítulo XX. Tuvo un gran amigo, que murió tempranamente. Tuvo también una gran admiradora en Marie de Gournay, llamada su “hija electiva”, a quien confió la edición póstuma de sus Ensayos. Durante diez años se encerró en un torreón, en absoluta soledad, mientras los escribía. Dejó el aislamiento al cumplir 48 años y se dedicó a viajar y conocer todo lo que estaba a su alcance. Creía en que solamente un ser con libertad interior puede llegar a respetar y aceptar otras opiniones. En su vida pública, llegó a ser un gran conciliador entre los bandos religiosos en guerra permanente. La libertad interior incluye un alejamiento, cierto abandono del mundo y de las cosas, en busca del mayor equilibrio mental y emocional.
Al revisar rápidamente mis notas, encuentro su opinión sobre la libertad de conciencia. Escribe en el Libro II, cap. XX que el celo religioso “armó a muchos sobre toda suerte de libros paganos (…) considero que tal desorden fue más nocivo para las letras que todos los fuegos de los bárbaros”. Respecto a la vejez, en el cap. XXVII del Libro II: “Estamos siempre volviendo a empezar a vivir (…). Tenemos un pie en la tumba, y nuestras ansias y aspiraciones acaban de nacer”. En el Libro III, cap. VI, juzga incomparables a los Incas como grandes constructores de caminos, como el que se extiende “desde la ciudad de Quito hasta la del Cuzco”, como medio de integración del imperio y, sobre todo, como una forma de manejar los recursos naturales respetando la tierra y poniéndoles a servicio de todos los habitantes.
Después de leer los Ensayos, ¿qué puede quedarnos —podríamos preguntarnos— ante el panorama del mundo actual? Quizás no necesitemos pensar mucho y calentar nuestros cerebros con malabarismos filosóficos. Acaso baste el simple sentido común. Ante todo, que el mundo y el ser humano han sido y serán así, en otras palabras, aceptarnos en nuestra grandeza y en nuestra estupidez, maldad y capacidad de hacer daño, destruir y matar a los demás. Huir de aquello que impida nuestra capacidad de libre discernimiento, sobre todo de los dogmas y de todo tipo de fanatismo o posiciones excluyentes de la otredad, sea religiosa, política, racial, de género. Disponer de un mundo propio con quienes nos rodean y a quienes amamos. Crear e imaginar otro mundo, mucho más personal, a través de la creación, el arte, la lectura o la investigación que nos lleven a ser menos ignorantes — “¿Qué sé yo?” fue la divisa de Montaigne—. La entrega a tareas placenteras que nos realicen y satisfagan. El servicio a los demás. Apoyarse en los epicúreos y estoicos, en el budismo, en infinidad de prácticas y disciplinas que contribuyen a la calma del espíritu. Hace algunos años leí Manual de Vida (Equiridión), del estoico Epicteto (55 a.C.). Entender, finalmente, que este es el único universo que tenemos y en el cual vivimos. No soñar en un mundo mejor, que no vendrá. No esperar una vida eterna feliz, bastante improbable. Y, finalmente, tratar de aceptar nuestra propia muerte que está siempre delante de cada paso que damos.
Julio, 2023.
Interesante y profunda, querido Modesto, tu erudita disquisición sobre el pensamiento “los dos Montaigne”. Acaso habrá que “intervenirlo” con el amor en toda su enorme dimensión…… Así la derrota al despeñadero se volverá alegre despertar a lo que nos espera después ?