Matías Lozada
fuera del pilche
Recordado lector:
La última vez que escribí en este blog fue en noviembre de 2021. No me recuerdas. Del tema que traté no deberías olvidarte: ¡nuestra intimidad como seres humanos está en proceso de extinción! De mi parte, sin saber nada de ti —quiero decir que no sé quién me lee, ni siquiera sé si me leen— siempre te tengo presente. No tengo otra alternativa. Esta sensación oscila entre la enfermedad profesional y los sueños de perro. Como no puedo evitar contar de mí mismo —frecuento la vanidad y la soledad por igual—, te comento que estuve yendo y viniendo de Colombia algún tiempo. Asuntos de trabajo y otras vainas. Soy hijo de colombiano y ecuatoriana —Dios los tenga en su gloria— pero he vivido aquí, en Quito, y soy ecuatoriano. Soy paisa-chagra o chagra-paisa, como tú quieras.
Un matrimonio de ecuatorianos se trasladó a Bogotá y fueron a matricular a su hijo de diez años en un colegio particular, prestigiado y muy costoso. Cuando fueron recibidos, a más de las cuestiones de rigor, vino la pregunta: “¿De qué estrato social es el chico?” “¿Cómo me dice? No entiendo”. “Pregunto de qué estrato social es el chico. Es muy simple”.
Juan Cárdenas, un escritor colombiano nacido en Popayán en 1978, escribió Los estratos (Editorial Periférica, España, 2013, 202 págs.) una novela que, según consta en la contraportada, es una “exploración filosófica de las particulares formas del deseo propias del capitalismo tardío, en una sociedad tan desigual y contradictoria como la colombiana de comienzos del siglo XXI”. Colombia no viviera en la violencia si los campesinos no hubieran sido desalojados de sus tierras hace más de cien años. Perú no hubiera sufrió el salvajismo de Sendero Luminoso de no mediar una sociedad clasista y desigual. En Perú un moreno o un negro son impedidos de entrar a una playa considerada privada. Chile es la nación más desigual de América del Sur. EE.UU., paradigma de libertades, es uno de los países más violentos del mundo, a más de ser, con mucho, el de mayor desigualdad universal, si tomamos en cuenta que representan el 5% de la publicación mundial y disponen del 30% o más de la riqueza del planeta. Este momento, la gran nación tiene alarmantes porcentajes de miseria y pobreza en su población. Salvaje concentración y escasa redistribución. “En Dios confiamos” se lee en el billete de un dólar. No preocuparse: la fe mueve montañas. Mi madre, fiel católica, pero de espíritu liberal y muy abierta decía: la oración hace débil a Dios. Yo prefería no discutirla. Fue una gran mujer.
Ecuador, siendo profundamente desigual, no cayó en la violencia extrema ni en baños de sangre inacabables. Los motivos habría que rescatarlos. A pesar de todo, y cargando muchas lacras, es un país donde se respiraba mejor. Eso se ha terminado: en los últimos tiempos hemos retrocedido diez o veinte años. Entre otros factores atendidos por los sociólogos, somos herederos directos de la división de razas establecida por los conquistadores españoles. Cuando se creó la Real Audiencia de Quito, en 1563, por decreto de Felipe II, la población estaba dividida en once clases sociales, que empezaban con los blancos y seguía con los mestizos, pasando por los mulatos y cholos, para terminar en indios, negros y zambos. Después de que Carlos III expulsó a los jesuitas de sus colonias, en 1767, la enorme riqueza que dejaron se repartió entre el Estado y los criollos influyentes. Las cosas no han cambiado mucho.
El censo de población debe contener errores, pues muchos indios se catalogaban como mestizos viviendo y vistiendo como capitalinos, y muchos mestizos — que somos todos— contestaban a la pregunta sobre la raza: claro, ¡blanca! Y algunos eran bastante cafecitos. Aun rubios y de ojos azules, somos culturalmente mestizos. Los fundadores de Quito fueron hombres, cuyos nombres aparecen en la fachada de la Catedral Metropolitana, que vinieron sin sus mujeres. Y vinieron del sur de España, donde estuvieron siete siglos los árabes, no justamente de cutis claro. Un conocido genealogista escribió sobre la descendencia de Sancho Hacho, cacique de Tacunga y Mulaló, que se casó con una española. Indignados y ofendidos sus descendientes, muchos de apellidos sonoros, parece que compraron toda la edición. Buena parte de los apellidos ecuatorianos son de origen español y, por tanto, la gente está segura de que sus antepasados fueron importantes alcaldes u oidores del algún olvidado pueblito y hasta terratenientes o intendentes de policía. Todos los apellidos tienen su sello, el “sello de la familia” que se encuentra en Google. Esos sellos se suelen reproducir en anillos de oro, en los frontispicios de las casas o sobre las chimeneas de las salas. He visto en una genealogía que un buen señor dice ser el séptimo Marqués de San José. ¡Y parece que tiene razón!
Una buena amiga mía, de ilustre prosapia guayaquileña, me decía: “para que sepas, yo soy íntegramente blanca”. Le dije que averigüe bien o que envíe una muestra de su saliva a laboratorios en los EE.UU., donde, a través del ADN, encuentran porcentajes de raza negra, árabe, china, e india por supuesto. Hace muchos años, un importante y adinerado señor adquirió en España el título de “conde”, y pasó por alto que por parte de madre era descendiente del mestizo venezolano Flores, primer presidente de Ecuador, gran estratega militar y de singular talento, casado con una dama de prosapia. Un club privado en Quito está reservado a quienes “han dado lustre a su apellido”. Un militar que fue ministro de estado cambió su apellido Morocho por el de Morochz. ¡Y pensar que somos descendientes directos de simios, con un cerebro muy desarrollado, y que nuestro ADN es casi igual al de ellos! ¡Nuestros órganos internos son muy semejantes a los del cerdo! Humanos y mamíferos son parientes no muy lejanos. Peor aún: el historiador judío Yuval Noah Harari sostiene en que el homo sapiens es un fracaso y que está acabando con la humanidad y su entorno natural.
En los diez años del autócrata que nos gobernó —no voté por él porque “no me caía” y era prepotente, aunque no fui parte de los bobos a tiempo completo que creyeron y aún cree que se venía el “comunismo” o el apocalipsis—. Me equivoqué en mi elección. El principal diario de Quito, después de que el caballero en mención terminó su presidencia, lo situó a la altura de Velasco Ibarra, Alfaro y García Moreno. Es cuestión de buscar la edición. Pues a él se le ocurrió llamar “pelucones” a los miembros de las clases altas y aristócratas, dueños de la nación, los que se creen merecedores de “todas las satisfacciones, inclusive la de ser buenos”, como se lee en la excelente novela Bella del señor, escrita por Albert Cohen. El escándalo fue general y no pararon de hablar sobre complejos sociales, malformaciones emocionales y odios reprimidos. ¿No sería a la inversa? Lo que me hizo gracia, estimado lector —y espero que no solicites a los editores de este blog mi separación inmediata— es que los que nunca se sintieron con esa calidad descubrieron que incorporándose al gremio peluquín en alguna forma subían de categoría o escalaban escaños. ¡Yo también soy pelucón qué carajo!, gritarían muchos. Hubo otros, más modestos e inteligentes que decían: “sí, soy pelucón, pero no ejerzo”. Otros tienen vergüenza de que se les consideré de esa calidad.
Los ecuatorianos tenemos cualidades de las que no somos conscientes. No sabemos lo que valemos, y se debería escribir sobre “las buenas costumbres de los ecuatorianos”. Se lo sugerí al amigo e historiador Jorge Núñez, pero lamentablemente falleció. Pero somos individualistas, tenemos complejos de inferioridad impuestos por la historia, y somos racistas y excluyentes, especialmente en las clases medias altas o altas. No me atrevería a decir que hay racismo real en los indígenas, por ejemplo. Los problemas son otros. Hay personas que no van a los barrios alejados porque se ve solo “pueblo” y “cholos”, y porque son “feos”. ¡Caramba! El concepto de belleza humana es cultural. Antes todas las chinas y las japonesas eran “feas”; ahora solo un ciego diría tal cosa ante tanta beldad que pasa por YouTube. A mis dieciocho años, por ejemplo, Marilyn Monroe no me atraía —qué bruto, me dirás— a pesar de su irresistible belleza. En mi próximo comentario hablaré sobre ella. Por el momento diré que mirar el desfile de gringas con las nalgas en el aire en las playas de Miami me sería indiferente. Se pierde el embrujo y el misterio. Y, a propósito de bellezas, dicen que rusas y croatas son las mujeres más hermosas del mundo. Discúlpame: en mi desorden mental, me salí del cauce… o del pilche.
Volviendo a los estratos, cuando estalló el volcán Pichincha, en 1999, y llenó de cenizas la ciudad, en los barrios medios y bajos la gente salió a limpiar las calles. En los de “elite” nadie se movió porque “es asunto del Municipio y para eso pagamos impuestos”. Hasta la próxima conmigo…
Octubre, 2022
De estratos y Marías, excelentes.