Lo que realmente sabemos sobre los demás (sean quienes sean) es ínfimo. Por eso es tan complejo entendernos y tan fácil juzgar. Detrás de la piel se esconden más de cien demonios, mil mentiras y un millar de secretos. Pero también habitan un sinnúmero de sueños que suplican a diario por la oportunidad de ser cumplidos, olores inolvidables que se traducen en memorias pictóricas de sitios acogedores, niños eternamente sonrientes. Con frecuencia, aunque el espejo dibuje una sonrisa predeterminada en nuestro rostro y nuestros labios respondan, como autómatas, ‘bien, gracias’, detrás de la piel desatan tsunamis (tal vez compuestos de esos demonios, mentiras y secretos) que solo nosotros, cada uno de nosotros, realmente comprendemos.
Somos seres complejísimos. Estamos compuestos de demasiadas facetas inexploradas para desvelar en una sola vida. Lo que vemos en los demás, a simple vista, es lo mismo que percibe un espejo, la carcasa. Y al intentar conocernos más, descubrimos que somos como muñecas rusas infinitas y nunca llegamos a revelarnos del todo. Detrás de la piel, nuestro escaparate y nuestra armadura, somos cada vez más humanos, más complejos e imperfectos.
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