Eclesiastés 3:2,3: “Hay tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo que se plantó. Tiempo de dar muerte y tiempo de dar vida; tiempo de derribar y tiempo de edificar”. Un marco estimulante para un tema sepultado en el cajón de los tabúes.
Juan Rulfo en Pedro Páramo, la gran novela latinoamericana: “Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera, y no cuando Él lo disponga». El sueco Hjalmar Soderberg, en la novela Doctor Glas (1905): “Tiene que llegar, y llegará, el día en que el derecho a morir se considerará mucho más importante e inalienable que el derecho a depositar una papeleta en una urna electoral”. Leonardo Padura, cubano, en la novela El hombre que amaba a los perros: “Siempre he pensado que es preferible un suicidio limpio a una muerte sucia”. El español Francisco Umbral, en la novela Mortal y Rosa: “El cuerpo es una máquina para vivir y resulta inútil advertirle continuamente que la muerte no importa. El cuerpo no tiene más que una dirección”. ¿Por qué no tratar de anticiparse, si el final es cercano e irremediable? Son palabras duras, cuestan reproducirlas, pero en modo alguno menos que las patéticas e inimaginables tragedias humanas repartidas en familias, sanatorios y hospitales.
Es casi imposible superar nuestro instinto de conservación, la felicidad de estar vivo, de permanecer junto a los seres que amamos, de oponernos a lo ineludible. Exista o no, la quimera de una eternidad nos lleva a considerarnos inmortales. Este instinto, más el sexual, son los más poderosos del ser humano, y ambos se relacionan con un término de apenas cuatro letras: amor, lo único capaz de mantenernos vivos y de entender, ante todo, qué significa “vivir” y “estar vivo”. Hay que definir, entender y explicar la vida antes de meditar o resolver sobre la muerte. La muerte es parte de la vida. No hay vida sin muerte. Nuestros hijos y nietos crecen y se encaminarán al mismo final.
Estar vivo es, ante todo, interactuar, relacionarse, ser parte de los otros, ser integrante del “somos”. Sin los otros, desde el vientre materno, no somos nada. Sin perjuicio de nuestra absoluta individualidad, “somos los otros”. Nacemos y vivimos para desarrollarnos, organizarnos, manejarnos en el mundo. Para realizarnos como seres humanos y, en definitiva, para hacer una buena vida, para ser felices. Y siempre la otredad estará con nosotros.
Pepe Rodríguez, psicólogo, educador y experto bíblico, ha escrito Morir es nada. Dice: “Cuando se nace ya se tiene edad suficiente para morir” (…) “Estamos solos ante la muerte, pero necesitamos desesperadamente llegar bien acompañados hasta allá”. Opina que “la fe —si se experimenta con madurez y mesura— no le hace mal a nadie, sino lo contrario. Creer (…) puede hacer más soportable la vida y la idea de la muerte y, tras esta, si la promesa de vida post mórtem no se cumple, ya no habrá posibilidad de enterarse ni de sentirse mal ante la esperanza defraudada; ya no hay la menor capacidad de fracasar cuando ya no se es nada ni nadie (…) y si acaso resultare todo lo contrario (…) ya nos enteraremos, tanto los no creyentes como los creyentes”. Rodríguez sostiene que el derecho a la vida no puede convertirse en la obligación de mantenernos vivos. ¿Serán los creyentes, aferrados por la fe a una eternidad celestial, los que más temen a la muerte?
Pregunto donde encuentran “vida” en el ser que respira y cuyo corazón late sin ninguna ayuda, totalmente inconsciente, alimentado con una sonda a su estómago y que requiere atenciones especiales para que su cuerpo no se llene de escaras y llagas o para evitar que su posición le conduzca inevitablemente a una neumonía, a un infarto o a la atrofia muscular. Si la persona respira y el corazón bombea quiere decir que el cerebro conserva un mecanismo que impulsa esas acciones. Pero en esto no se piensa y ni siquiera los médicos y los más sofisticados aparatos pueden detectar qué sucede. “Cayó en coma profundo y carece de actividad cerebral. El cerebro está muerto”. ¿Cómo lo saben? ¿Por qué están tan seguros? “Está muerto en vida” dice la sabiduría popular, y acaso encierra la única verdad posible.
El cerebro humano —ese gran desconocido de aproximadamente 1600 centímetros cúbicos, encerrado en una cavidad ósea que descansa sobre nuestros hombros y provisto de orificios que dan al exterior y nos permiten ver, respirar, oír, hablar, comer y desechar— es equiparable o semejante a ese cosmos exterior, inconmensurable, cuyas leyes son apenas conocidas. Es posible que sean equiparables. Y si el cosmos es infinito también podría ser el cerebro. Basta pensar que es el origen de nuestra conciencia de ser y existir, de la memoria, del razonamiento, de procesar información, de la estructura emocional, de todas las sensaciones, de los sentimientos, de la sexualidad, de dirigir todas las funciones del cuerpo y del organismo, de nuestras particularidades genéticas, del subconsciente desconocido para nosotros, de nuestras reacciones a veces inexplicables. El electroencefalograma se queda en la periferia.
La idea de la mal llamada “muerte cerebral” y del tema de la eutanasia me llevó a escribir la novela Adela, que obtuvo una Mención de Honor en la segunda versión del Concurso de Novela Breve “La Linares”, convocada por la Campaña Nacional de Lectura en 2016. La obra fue publicada en abril de 2017. La novela se puede encontrar en la Campaña Nacional de Lectura “Eugenio Espejo” o su versión digital en Amazon. A propósito de esta novela dicté una conferencia en el auditorio de la iglesia del Museo de la Ciudad, invitado a las jornadas sobre la cultura de la muerte desarrolladas en octubre de 2017 bajo el patrocinio del Municipio de Quito y de la Red de Cultura Funeraria.
De la cabeza para abajo somos muñecos, espantapájaros. Lo mismo sucede con el cerebro de los animales de estructura semejante, con la diferencia de que el nuestro ha evolucionado hasta aumentar su complejidad y contener de cincuenta a cien mil millones de neuronas, de las que diez mil millones trasmiten señales a mil millones de conexiones. El cerebro humano es un universo, un cosmos infinito. Pensemos, nada más, en el subconsciente que no está a nivel de nuestra percepción ordinaria, en las fantasías, en los sueños mientras se duerme, en los temores y miedos, en los fantasmas que llevamos adentro. La mente de un esquizofrénico puede ver y oír realmente lo que no existe. Me siento incapaz de entender el concepto de “inteligencia artificial”.
El desafío de escribir Adela fue inventarse un mundo propio para un cerebro muerto para el exterior, prisionero de sí mismo, incapacitado de hacer vida con sus seres amados, con su trabajo, con su ciudad, pero con la energía suficiente para ordenar al cuerpo, seguir respirando, inventarse “otra vida” que jamás sería la que conoció y amó. La novela la describe. De ficción total para el autor, real para el protagonista, que recrea un pequeño universo al que se traslada bajando una escalera metálica que le conduce a una cueva oscura, luego a una cúpula muy alta y a un socavón que no es más que un sendero con piso gelatinoso que da vueltas en el interior de una gran esfera negra. La cueva se ilumina con una luz que él mismo proyecta. La cúpula, en cambio, que neutraliza la luz que emana del propio personaje, es absolutamente negra, pero desde lo alto se producen, durante sus visitas, juegos de luces danzantes, visiones fragmentadas que multiplican personas u objetos de su vida, rostros de antepasados, retazos de fotografías, figuras esperpénticas, siluetas que se mueven, caras de rostros que le increpan y se burlan de él, como también recuerdos de fiestas infantiles, juegos, escenas de su vida, seres tragados por arenas movedizas, pájaros que se precipitan sobre las rocas y se despedazan, animales que realmente existen y pueden sobrevivir sin comer, congelados por meses y luego vuelven a la vida cuando los hielos se fundan, además de otros que resisten temperaturas altísimas y otros que subsisten casi sin respirar…
Si no escogemos nacer, ni escogemos a nuestra familia, ni nuestra nacionalidad, ni nuestra raza, lenguaje y cultura, debe quedarnos el derecho inalienable de escoger sobre nuestra muerte. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos no se encuentra el derecho a la muerte. Si los creyentes creen que sólo Dios es dueño de nuestras vidas, hay que respetarlos, pero no pueden tratar de obligar a los demás a pensar igual. Empujados por movimientos sociales y muchísimas opiniones humanistas, como por ejemplo la del teólogo católico Hans Kung, ahora el tema se discute y se toman decisiones políticas y legales sin perjuicios morales. Se necesita una nueva cultura, una nueva ética, otra concepción del amor humano. Mantener el sufrimiento hasta el límite equivale a una forma atroz de tortura y es un mentís a la idea de un Dios bondadoso.
Para desarrollar la novela, visité un lugar en donde se atiende a enfermos incurables que morirían en treinta días o en seis meses, y a otros, a veces jóvenes, con males cerebrales definitivos, condenados a vivir hasta viejos, sin que la muerte pueda jubilarlos. Estuve cerca de muchos agonizantes y de otros enfermos sin retorno. Hablé con médicos y psicólogos y me enteré de sus historias. Hoy es frecuente, con conocimiento de los familiares, sedar profundamente al enfermo que ha llegado a límites intolerables de dolor, o suministrarle altas dosis de oxígeno para evitar la asfixia a sabiendas que provocará un paro cardíaco. ¿Dónde está la diferencia entre la eutanasia pasiva y la eutanasia activa? En nuestros pueblos es costumbre establecida llamar a personas conocidas que se quedan a solas con el enfermo terminal y le facilitan la muerte.
En el debate de la muerte digna lo fundamental no está en si la eutanasia es pasiva, activa, directa o indirecta, sino en la libertad, en el respeto a la voluntad de morir de un ser humano.Esta reflexión se impone y así ha sido planteada por varios profesionales. Es absurdo que una sedación sea aceptada y que una inyección letal lleve al médico a la cárcel por asesinato. La diferencia del efecto se mide de segundos a minutos. Lo contrario se conoce como “encarnizamiento terapéutico”: hay que mantener al enfermo hasta el final, hasta que la naturaleza actúe. ¿No definió la misma naturaleza desde nuestro nacimiento que algún día tenemos que morir? ¿No es mejor trasladar a la persona al goce eterno que mantenerlo con un sufrimiento intolerable?
Lo aconsejable es que todos, de acuerdo con los íntimos, redactemos un documento que se conoce como “testamento vital” o “declaración de voluntad anticipada”, con las instrucciones pertinentes. Es mejor que sea ante testigos y notariado. Debemos disponer de nuestros últimos días, como se dispone de los bienes.
En un artículo que apareció hace unos años en el diario El País de España, se lee que los más duros detractores de la muerte asistida son partidarios, muchas veces, de la pena de muerte, como los más radicales enemigos del aborto ven, con total indiferencia, la muerte diaria de miles niños víctimas del hambre, de la desnutrición o de enfermedades evitables, o de chicas adolescentes desangradas que, si viven, quedan destrozadas y carentes de futuro, sin porvenir en la mayoría de los casos. Uno de cada cuatro embarazos en el Ecuador es de menores de edad. Un caso de petición judicial para obtener la desconexión de una mujer sin esperanza de vida produjo más escándalo en los EE. UU. que las víctimas inocentes de las guerras donde el mismo país intervino, o del sida en África, o de los migrantes ahogados en el Mediterráneo. El mundo es indiferente ante veinte mil niños que mueren al día por causas evitables, casi un mil por hora, más de cuarenta cada segundo. La eutanasia global… Estos muertos no tienen importancia.
Recomiendo mirar tres películas: El doctor Muerte (2010), con Al Pacino,sobre un caso real que sucedió en los EE. UU.; el filme español Camino (2008),y el francés Amor (2012)con Jean-Louis Trintignant. Michel Houellebecq (1958), en la novela Las partículas elementales, piensa que, debido a los avances de la biología y de la antropología materialista, se debe llegar a “conclusiones éticas mucho más modestas” relacionadas con la “dignidad humana”.
Aun así, nuestra condición se niega a la extinción, más todavía si tenemos una cultura, una forma de ver las cosas que hemos heredado, independientemente de nuestras ideas religiosas o morales. Podemos ser capaces de decidir sobre nosotros, pero en el caso concreto de un ser querido, el asunto es diferente. La solución estaría en prepararse, en hablar del tema con franqueza y tratar de tomar con tiempo, y de común a acuerdo, ciertas decisiones. La legislación sobre el tema no puede dilatarse más.
Quito, julio 2021