En agosto 8, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central organizó en su auditorio una mesa redonda sobre este tema. Fui invitado junto a mis buenos amigos, la escritora Lucrecia Maldonado y el escritor Leonardo Wild, con el objeto de responder preguntas de un moderador y de alrededor de doscientos estudiantes que se reunieron. La víspera del conversatorio ocupé un par de horas en recibir explicación elemental sobre el asunto, aunque sabía que la llamada hoy “inteligencia artificial” ya estaba desde hace mucho tiempo presente en los celulares y, por ejemplo, en la voz que acaba de ser impertinente por impersonal de las amigas de todos, conocidas como Alexa o Siri, pero que el sistema se perfeccionó y no para, hasta límites inimaginables, con los programas como ChatGPT y sus nuevas versiones. No resulta pertinente señalar o ejemplificar los avances extraordinarios de esta ciencia de los algoritmos aplicada a casi todas las actividades humanas. Se trata, en este caso, de la posición del escritor, de un artista, de un creador que emplea el instrumento del lenguaje para expresarse. De un ser humano, en definitiva, con su complejísima personalidad y con su aún más compleja estructura cerebral y emocional, que utiliza la palabra —y la palabra es la que nos permite ser como somos— para fines estéticos, dirigidos a tocar la sensibilidad de otros seres humanos y a contar a los demás nuestra visión de la vida y del mundo como opinó Henry James en un memorable ensayo. No recuerdo a quien opinó que “indecible e impensable son casi sinónimos”.
Sostuve, en cuanto intervine, que el cerebro humano, contenido en una caja de alrededor de 1.400 c.c., es similar al cosmos, insondable, misterioso, desconocido en su mayor parte, imposible de detectar en toda su dimensión hasta con los aparatos más sofisticados. Nuestra corteza cerebral contiene aproximadamente 20 billones de neuronas, cada una conectada con alrededor de otras 1000 neuronas, creando una red de trillones de conexiones. Palabra de Google. Escribí la novela Adela, que toca este tema a través de un personaje en estado vegetativo que, como en muchos casos, respira y le funciona el corazón sin ayuda de exterior y hace una vida paralela a su no-vida dentro de su cerebro, supuestamente muerto para los médicos y el electroencefalograma. La novela puede obtenerse en Amazon.
Respecto a la llamada “inteligencia artificial” coincidimos los tres escritores —cada uno desde su particular punto de vista— que este “artificio” no es sino MEMORIA organizada, perpetuamente alimentada por toda la información existente, que funciona asombrosamente a través de los algoritmos que operan a una velocidad inimaginable. Un milagro de la técnica, sin duda, con peligros que van más allá del asombro que causa su utilidad, de los cuales generalmente no nos percatamos.
La inteligencia del animal humano es, por definición, descubrir, tener conciencia del mundo que le rodea, asimilarlo, interpretarlo. Es, sobre todo, tener conciencia de sí mismo, de existir y ser parte de un conjunto de seres similares, de ocupar un lugar, de tener constancia de un entorno natural o creado por las civilizaciones sucesivas, ser fruto de una cultura y de una red familiar. Tener certezas de una vida que pasa, de una historia que ocurre. Inclusive cuando dormimos nuestros cerebros trabajan. Soñamos, elucubramos, imaginamos, fantaseamos, mentimos deliberadamente o somos capaces de estupideces. ¡Tenemos, sobre todo, capacidad de amar! ¡Tenemos un subconsciente que sigue acumulando sensaciones mientras vivimos! Una especie de otro yo, u otros yos, que son determinantes en los actos creativos. Marguerite Duras y Clarice Lispector tienen textos esclarecedores sobre el asunto. Nos desconectamos cuando morimos. Al maniquí electrónico basta quitarle el enchufe y volverlo a prender el día de mañana. Pensar en una inteligencia artificial o IA, además de ser una contradictio in terminis, es desnaturalizar al ser humano, degradarlo.
No se trata, por cierto, de un asunto de definiciones o conceptos. Si la sociedad informática y la presencia de los medios —y sobre este fenómeno existen suficientes alarmas en el mundo— nos está embruteciendo lentamente, jugando con nosotros como peluches con baterías, ni siquiera como animalitos domésticos que tienen inteligencia-instinto-sentimientos y mantienen su propia idiosincrasia. El problema es que no hablan, no conocen la palabra (aunque sí la reconocen). La amenaza está en el PODER que se halla detrás de la IA. Acaba de lanzarse un nuevo libro del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, a quien he citado más de una vez en este blog. Su título es Infocracia y conozco un resumen. Inmediata lectura obligada.
Me atrevo a afirmar: al verdadero escritor, como dueño y señor de su proceso creativo, de su forma de escribir, de sus personajes y de su mundo, no le pasa nada ante la IA. A sus posibles lectores con seguridad. “Se escribe con todo el cuerpo”, dijo Sábato. Hay quienes escriben guiados por el marketing, por lo que la gente quiere: no son auténticos escritores. Hay editoriales que siguen el mismo sistema: se publica lo que más se vende. La conocida como literatura-basura prolifera, novelitas para entretenerse, para no pensar en nada o para dejar de pensar, para calmar los nervios o como mecanismo de autoayuda o de búsqueda de la vía que conduzca hacia la felicidad terrena o al paraíso celestial. No justamente para encontrar la vida y explicarla. Hay bodrios con millones de ejemplares vendidos. No creo que, gracias a la IA, el verdadero escritor se quede sin buenos lectores ni que estos desaparezcan. Antes desaparece el mundo, no, no es el mundo, sino la especie humana. Le queda poco, pero será la misma naturaleza ofendida cuando haga entender al homo sapiens que con ella no se juega. La advertencia costará miles de millares de muertos…
En estos tiempos de infierno (latitud 0º 0′ 0″ hasta los límites de la agónica nación), he leído tres obras del mexicano Sergio Pitol (1933-2018), fruto, entre otras, de sus casi treinta años de estadía en Europa, entre al vagabundaje, la aventura, la observación, la lectura obsesiva, la diplomacia y la relación con los más grandes exponentes de las letras. Esas obras son: El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena. En ellas, a más de una información extraordinaria sobre escritores y obras, resaltan con profundidad referencias constantes al PROCESO CREATIVO, que desbarata la insolencia de la IA ante el escritor.
Bastan unas palabras de propio Pitol: al contrario de la “redacción, que es previsible, la escritura se goza en el delirio, en la oscuridad, en el misterio, en el desorden, por más transparente que parezca” (…) “será el instinto del escritor quien tendrá la última palabra” (…) “la palabra es por esencia poli semántica: dice y calla a la vez, revela y oculta” (…) “en el instante de escribir lo único que ha de saber, lo que cuenta de verdad, es que su patria es el lenguaje” (…) “una novela es la historia secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre”. Todo lo dicho encierra y conduce inevitablemente a la creación, con esfuerzo, lucha, contradicciones, fracasos, caminos sesgados y desesperanzas, a la creación de una forma propia, de un estilo personal, intransferible: jamás recuerdo quien lo dijo, pero desde las clases de literatura en el colegio, ya me enseñaron que “el estilo es el hombre”. “El estilo es la vida, la sangre misma del pensamiento” dijo Flaubert.
Totalmente de acuerdo, la llamada Inteligencia Artificial desnaturaliza al ser humano. Y solamente a travès de la “palabra” logramos entendernos como seres humanos.