Para Eva,
que será la última en recordarme.
En el tapiz, como en ciertos cuadros,
se pudiera vivir, si se tuviera
la suficiente perseverancia.
Cristina Peri Rossi, La nave de los locos
Sentado en su silla, a dos metros de la pintura, no ha dejado de mirar la casa durante una hora. Se levanta, se acerca al cuadro y levemente, con su dedo índice, toca la puerta principal, que se abre.
El pintor entra. Cierra la puerta y oye que la cerradura se ajusta en su lugar.
El creador siempre ha recelado de su ruptura con la obra terminada: ¿irá hacia otra realización, tal vez a una temporal esterilidad?; o alguien tal vez la compre o vaya a la pared de una galería en espera de ser adoptada. Les une la incertidumbre y el temor al abandono en bodegas o buhardillas. O al propio abandono ante un lienzo vacío. De todos modos, sabe que no podrá dejar de pintar. Es su vida.
Esta vez ha sido diferente.
Ha pintado una casa de tres pisos, amarillenta, estrecha, con ventanas alargadas y un techo en punta, cubierto de asbesto pintado de gris, del cual sobresale una chimenea de ladrillo desgastado. La terminó la noche anterior con los últimos toques a la costra de pátina artificial sobre el óleo seco: quiso una casa vieja. Asentada sobre una acera en curva que se pierde a los extremos, el color, la luz y las sombras la resaltan sobre las restantes, casi innecesarias, desvanecidas por los trazos; porque la casa pudo haber sido la sobreviviente de sucesivas demoliciones o hasta una morada rodeada de árboles, solitaria en la periferia, plantada bajo un cielo aborregado, indiferente.
Nadie pensaría que el artista la concibió habitada. Se ven las contrapuertas cerradas detrás de las ventanas cafés del primer piso y las persianas corridas de las superiores.
Sin embargo, ya concluida, él no la sintió como una casa abandonada. “Parece que guardara algo más que secretos e historias —pensó—, pero no podría pintarlos, ya que carecen de colorido: los secretos se develan; las historias se cuentan. O se viven”.
Las más son solamente soñadas.
Una vez adentro, sus pupilas deberán acostumbrarse a la penumbra. Escucha algo y el chasquido de un fósforo que se enciende. Unos dedos huesudos lo llevan hacia una lámpara de aceite. La habitación apenas se ilumina. Aparece una mesa baja sobre la cual descansa la lámpara. Detrás, una chimenea con troncos chamuscados y ceniza, y en la esquina, sentado en una butaca, un hombre muy viejo. Tiene el pelo blanco, largo, más allá de los hombros. Lleva un sayal y se abriga con una colcha de lana. El rostro es anguloso y pálido. Los ojos, intensamente azules.
—Gracias por cerrar la puerta. En esta época las corrientes son frías. ¿Quién es usted? ¿Desea sentarse? —dice al señalar otro sillón igual.
—Es usted muy amable. Soy pintor y acabo de terminar esta casa en el lienzo. La puerta se ha abierto al tocarla.
El viejo tiene demasiados años como para hacer preguntas antes de medir esa respuesta del inesperado visitante; se alza de hombros y aviva el candil.
—¿Quizás un té? Lo tengo siempre caliente.
El viejo cruza la habitación, toma el termo de un aparador y sirve dos tazas. Camina lento, pero parece aún firme.
—Espero que no use azúcar.
—Prefiero así, no se preocupe.
—¿Así que usted ha pintado esta casa, según le escuché?
—Así es, pero mientras la pintaba, la casa estaba solamente en mi cabeza, y luego en el lienzo.
—¿Y ahora descubre que la casa es real?
—No exactamente. La casa sigue también en mi cabeza.
—¿Qué me dice?
—Que la casa de mi cabeza es mi fantasía, y esta casa es su realidad. No es la misma.
—Pero usted, según dice, entró por esa puerta que también está en su cuadro.
—Le aseguro que no es la misma.
Viene un silencio largo. Ambos se ausentan y no se miran. Son esos lapsos cuya dimensión no puede calcularse. Tiempos verticales.
Al fin, el pintor pregunta:
—¿Desea otro té? No se levante. Iré yo.
—Gracias. Junto al termo hay una caja de lata con galletas de sal. Están frescas.
El viejo observa al pintor. De barba descuidada, pelo abundante, con pocas canas, tendrá cincuenta años. Las manos y su vestido, una camisa azul y pantalón habano, muy usados, están llenos de pintura. Calza sandalias de suelas anchas. La mirada es profunda y las ojeras excesivas. Tiene facciones varoniles muy marcadas, labios gruesos y tez oscura. Es alto y delgado. El viejo —que ha visto mucho en su vida— piensa: “Es una mezcla perfecta de genes indoeuropeos”.
—¿Dónde vive? —pregunta el viejo.
—¿Se refiere al otro lado de la puerta? Estaba en mi estudio.
—Sí, por supuesto, pero…
—Junto al mar. En una de las casas de madera de la colina. Unas escalinatas llevan a la playa. Estoy divorciado y vivo solo.
—¿Junto al mar? —murmura el viejo.
—Así es.
—Yo no vivo junto al mar.
—Mi casa es blanca —dice el pintor, que no entiende lo dicho por el viejo—. Cada año la pinto y siempre varío los colores de las puertas y ventanas. Ahora son azules.
El pintor, al pensar que la mente del viejo tendrá sus confusiones y fugas, ha mirado sus ojos. “Tienen el azul de mis puertas y ventanas. Además, esta casa es como me la imaginé: está adosada y carece de ventanas laterales”. Aún no ha reparado en las paredes empapeladas de la sala, ni en una banca colocada bajo la ventana, con su respectiva mesa adelante, en dos sillas del mismo estilo, en una lámpara de pedestal con un globo de cristal, de colores, ni en la alfombra raída del piso. Tampoco en las fotografías colgadas de las paredes.
—¿Dónde vive usted?
El viejo no responde, se levanta, deja la colcha de lana en el brazo del sillón y dice:
—Venga, quiero mostrarle algo. Creo que usted se lo merece. ¿Ha terminado su té?
Entonces abre una puerta y pasan a otra habitación. El pintor ha mirado una pequeña cocina a la derecha, seguida de una puerta cerrada donde supone que será el baño.
—Este es mi lugar. Salgo una vez a la semana al mercado, cuando vienen por la ropa a lavar y la limpieza. Normalmente abro las ventanas que dan al patio trasero. Ayúdeme a quitar los cerrojos y sujetar las contraventanas. Nadie ha entrado aquí, no sé…, quizás en veinte años, cuando necesitaba de una mujer que pasara la noche conmigo.
El patio, que es pequeño, da a la pared vetusta de una propiedad vecina.
—Mire esos dos árboles. Tienen mucho tiempo —dice el viejo.
—Son magníficos. El empedrado me gusta. Se ve que son piedras de río.
—Tuve un jardín, con flores, cactus y césped, pero con la edad me era difícil mantenerlo. Usted pinta su casa. Yo cuidaba de mi jardín. ¿Comprende? Los árboles no necesitan cuidados. Las piedras tampoco.
—Entiendo. Pintaré mi casa mientras pueda.
—Pero usted tendrá siempre el mar.
Es el atardecer. Hay viento y los rayos cruzados del sol, al atravesar las ramas en movimientos de los árboles, se reproducen en las paredes de la habitación.
—Me recuerdan a un oleaje. Un oleaje silencioso —dice el viejo, haciendo un nostálgico giro con su mano.
Él se ha sentado en un antiguo sillón de cuero frente a una mesa redonda colocada en la mitad del cuarto. Sus facciones están tensas. Pone sus dedos sobre el tablero y baja la cabeza. El artista, comprendiendo que el viejo tiene necesidad de silencio, comienza a observar la habitación y la recorre lentamente. “Debo esperar. Tal vez es su forma de empezar a contarme lo que tiene adentro”. Observa que una puerta entreabierta conduce a otra habitación que también da al patio. Está en la penumbra. “Debe ser su dormitorio”.
Colgados de las paredes, sobre estanterías llenas de carpetas, se ven mapas de rutas marinas, fondos y corrientes de mar, datos oceanográficos, cartas náuticas, láminas con el mapamundi y una representación de la rosa de los vientos. En los tablones de las estanterías se distingue una variedad muy grande de nudos marinos, viejas sondas, plomadas, brújulas, compases, sextantes, cuadrantes, antiguos cronómetros y otros objetos. No obstante, llama la atención del pintor, por su esmerada disposición, una colección de figuras de todo tipo. Las hay de madera, porcelana, jade, metal, hueso, arcilla, piedra, mármol, obsidiana, jaspe.
El viejo, que ha levantado la vista a espaldas del pintor, dice:
—Allí está mi vida. Están mis pequeñas historias. Desde los veinte años no hice otra cosa que ir de puerto en puerto: Houston, Rotterdam, Hamburgo, Singapur, Hong Kong, Shangai, Dubai… Cada uno de los objetos me trae recuerdos, encuentros, despedidas. Sobre todo, olvidos… Me paso los días en eso. Las fotografías de los puertos las conservo en la otra habitación. ¿Las vio?
El pintor se acerca y, por segundos, pone su mano en el hombro del viejo marino.
—Estuve únicamente en barcos cargueros: trabajo y soledad. Más el mar, claro, siempre el mar. Estuve casado y ella murió hace muchos años. Ambos sabíamos que en las ausencias nuestros cuerpos buscaban otros cuerpos. Nunca nos reprochamos ni preguntamos nada.
—¿Hijos?
—Dos hombres y una mujer. Viven lejos. Rara vez los veo. A veces se comunican. Nietos y bisnietos a quienes casi no conozco. No les culpo: ellos saben que mi vida se quedó atrás, en otra parte. En mi dormitorio están todas las fotografías de la familia. Tengo allí otra lámpara de aceite.
—¿Le gustan?
—Me abrigan en algo por dentro y me aíslan. Tengo algunos libros: Stevenson, Melville, Conrad, Hemingway…
El pintor sabe que el viejo no le invitará a conocer el lugar donde duerme.
—¿Y esas carpetas sobre la mesa?
—Las saqué para verlas.
—Estas son grabados y fotografías de embarcaciones y buques. Los tengo catalogados. Mire, por ejemplo, estas del siglo XV, cuando se inventaron las naves de tres palos con velas cuadradas y la vela latina triangular, con una gran verga. Estas son del siglo XIX: barcos de vela y de vapor, inclusive a motor que ya comenzaron a usarse. Ambos revolucionaron la navegación, aunque el paso mayor fue el invento de la brújula por parte de los chinos. Mire —y buscó entre los papeles—, es una reproducción del cielo nocturno con la Estrella Polar, cuya altura disminuía mientras se viajaba al sur. Después desaparecía, dejaba de ser una guía, pero demostraba que la tierra era redonda. ¿Sabía que fue Ptolomeo el que habló por primera vez de longitudes y latitudes?
—No lo sabía… Disculpe: ¿qué tiene en el segundo piso?
—Vivíamos con la familia y luego con mi mujer. Hay algunos muebles. Si alguno le interesa, puede llevarse.
—¿Y la buhardilla? Como pintor me atraen, porque puede abrirse una techumbre de cristal.
—Bien, no sé cómo decirlo, pero ahora que lo menciona acaso sea el sitio de lo que nunca fue, de los sueños irrealizados. Son demasiados en nuestras vidas. Jugaban los niños de pequeños sus sueños que sí se cumplían. Ahora está vacía. Vamos a la sala. Aquí no tiene dónde sentarse.
—No me ha contado donde vive usted —dice el pintor.
—En la ciudad vieja, a cincuenta kilómetros de la playa, en una de sus calles estrechas y adoquinadas. Se quedó casi igual desde que la playa se convirtió en destino turístico.
—Mire usted, nací y viví en la misma ciudad antes de trasladarme. Tenía un ático donde pintaba —comenta el pintor—.
—No creo que sea una coincidencia. A veces hay motivos ocultos, algo que no llegaremos a saber.
—Es posible. Yo también pienso que la vida es extraña, que somos misteriosos —dice el pintor—. ¿No ha pensado vivir junto al mar?
—No. Nunca. Es como amar y desear a una mujer y no poder tocarla. No tengo el mar en mi cabeza, como usted esta casa; lo tengo en mi sangre.
—Yo llevo la pintura en la sangre.
—Lo sé, pero no es lo mismo.
—Entiendo. ¿Puedo visitarlo de vez en cuando? —pregunta el pintor.
—Me gustaría, pero si vende el cuadro no encontrará la puerta de entrada.
2011.
Publicado en Los hombres sin rostro, Campaña Nacional de Lectura, marzo 2012, Quito.
Fantástico!!! Me fascinó!
En el lienzo seérefleja la vida verdadera del pintor …Modesto, éste cuento me ha gustado mucho … un abrazo