Cada autor presenta, a través de sus obras, en una u otra forma, su visión de la vida. Modesto Ponce Maldonado escribió la novela Adela sobre un caso de eutanasia, previamente decidida en vida por el protagonista de la obra. Esta novela obtuvo una Mención en el Concurso de Novela Breve “La Linares” y fue publicada por la Campaña Nacional de Lectura en abril de 2017.
La obra puede obtenerse en Amazon, en su versión digital, en el siguiente enlace: https://amzn.to/3ncbGRR. También en formato físico en la Campaña Nacional de Lectura.
En la edición de este blog correspondiente a agosto de 2021 puede verse también un comentario sobre el “El derecho a una muerte digna”.
Reproducimos a continuación un corto fragmento de la novela Adela:
“Despertó. Le habían sedado para que mantuviera quieta la cabeza durante el examen. Reconoció a dos enfermeras, como negativos en blanco y negro de las antiguas máquinas de fotos, que arreglaban su cama y rozaban su cuerpo. Le pusieron medias gruesas. Esta vez no hubo la esponja enjabonada y el agua caliente limpiando y refrescando sobre el cuerpo desnudo. Lo recordó: tenía o había tenido un cuerpo. Esta vez, más que el aseo y las toallas calientes que le secaban, fueron las manos de la enfermera, impunes, que le frotaban con crema, sus brazos que le volteaban de lado a lado, totalmente descubierto, expuesto, sus dedos que masajeaban su pecho, piernas y espaldas. Como una ráfaga que se fue y no pudo recuperar por más que trató desesperadamente de regresarla, vislumbró las manos de su mujer frotándole los pies, las suyas acariciando los de ella —la piel tiene zonas concurrentes y otras por ser descubiertas u ofrecidas—, siempre con sus uñas pintadas, recorriéndole las piernas hasta el abdomen cuando se sentía dispuesta o provocativa, cuando el lenguaje de lo implícito, de lo no declarado, los llevaba a la cama y a bajar el resplandor de la lámpara de velador o, cuando el cielo estaba estrellado o había luna llena, a abrir cortinas y visillos y amarse bajo esa tenue y envolvente fosforescencia que matizaba el color de los cuerpos y sus sudores.
Nunca más, nunca más, te repites, y te desatiendes en una décima de segundo. No hay lugar para la tortura de lo irrecuperable ni para la más enconada nostalgia. La supuración —lágrimas de lo perdido— fluye fuera de tu conciencia. Pasan por ti y acaban al instante las primeras impresiones, vagas e interrogantes, de los comienzos de la adolescencia, las sensaciones, mucho más definidas de los enfrentamientos iniciales, condimentadas con las conversaciones de los compañeros de colegio, las insinuaciones de búsquedas y acercamientos, los saltos del corazón y los rubores, propios y ajenos. Se presentan y huyen también, en el extremo más quebradizo de la precariedad, las lecciones iniciales de los idiomas de la piel, las búsquedas del tú y del yo en el otro, del otro dentro de ti, de ti mismo en tus soledades, que arrancaron, todas, sin que te hayas percatado, desde que fuiste concebido por un hombre en el vientre de una mujer. Vuelven y desaparecen los primeros amores, los besos, los momentos de intimidad, los noviazgos, no muchos, que tuviste, y luego ella, tu mujer, Adela, cada año de tantos junto a ella, hasta el final cuando te encontró tirado en el suelo. Pero tú sientes, Luis Enrique, sabes sin saberlo, que Adela no pasa y desaparece; tienes la certeza de que no se irá, de que simplemente está.
La impresión de disponer de un cuerpo y reconocer sus partes, aunque no pudo nombrarlas, fue bastante clara en su mente. Revivió sus funciones: desplazarse, mover las extremidades, tomar algo con los dedos. Las asoció por momento con el bastón que ayudaba a su pierna inútil, con su brazo inmóvil, antes de desplomarse y escuchar la rotura del florero, los timbrazos del teléfono que volvían y volvían, la sirena y el paso por el túnel y el corredor con las luces que se escapaban en sentido contrario, y con los brazos de las enfermeras, una de ellas parecía gruesa y fuerte, que lo levantaban de los sobacos y trataban de hacerlo caminar, pero las piernas se limitaban a arrastrar los pies, apenas podía sostenerse y para bajarlo o subirlo a la cama tenían que tomarlo de las corvas y de los tobillos. De nuevo, la idea de desintegración se apoderaba de él, a la que se asociaba, persistente, la presencia de ese líquido espeso, pegajoso, que parecía rodear, bajo la corteza del cráneo, a la masa encefálica”.