“El oro es como el odio, nunca sobra…”
Jorge Enrique Adoum, Dios trajo la sombra.

“… él siempre tan ligero, el Dólar, un verdadero
Espíritu Santo, más precioso que la sangre”.
Louis Ferdinand Célline, Viaje al fin de la noche.

El Palacio del Diablo es una novela escrita por Modesto Ponce Maldonado que ganó el Premio “Joaquín Gallegos Lara” en 2005, y fue declarada por la Fundación Quitsa-To la mejor novela del año. El título de la obra reproduce el nombre de un prostíbulo que existió en la Calle de la Ronda desde la época colonial, pero que se asimila en el texto a la misma ciudad de Quito o al Palacio de Carondelet.

Como uno más entre numerosos personajes, en una obra donde se entremezclan muchas historias, se presenta Nicanor Sancho de la Palma, político y banquero acaudalado. Como contraparte, existe un mendigo —que realmente existió— que en la Av.12 de Octubre y Madrid se arrastraba en el parterre y extendía las manos a los automovilistas. Baldado y retrasado mental apenas podía emitir ruidos extraños. En la mente del banquero, que diariamente pasaba por allí en dirección al edificio del Banco Equinoccial, se estableció una relación directa entre la mente y el cuerpo contrahechos del mendigo con su interior igualmente contrahecho y deforme. Cada uno, a su manera, buscaba “unas monedas más”.

Reproducimos a continuación el capítulo 24, que trata del primer encuentro entre don Nicanor y el mendigo:

Pasas por esta esquina, don Nicanor, conduciendo tu Volvo color vino, tu coche personal, cuando no estás en el otro que parece un buque negro, con el chofer moreno de uniforme que utiliza otras rutas. Pasas a la mañana y a comienzos de la tarde.Tú, don Nicanor, como te han llamado, don Nicanor Sancho de la Palma, político, hombre de negocios, banquero, financista, ahora asesor del señor Presidente, cojo del alma, con el alma coja y manca de nacimiento. Aunque al comienzo no lo notaste, siempre en esta esquina vuelves a tu pasado, recuerdas quién fuiste, quién eres también, don Nicanor. Y yo, que empecé a descubrirte poco a poco, ahora te conozco muy bien, Sancho de la Palma.

Elegido diputado, convertido por el voto del pueblo en “honorable” legislador, compartiste prebendas, comisiones mal habidas y misiones de asalto al erario público. Fuiste el escogido para tramitar el decreto oportuno, resolver las maniobras monetarias adecuadas, el juego de los créditos y de los débitos. Cien familias de obreros o de indígenas durante seis meses de trabajo no hacen el dinero que alcanza en una de tus faltriqueras. También te escogían para la tinterillada, la maniobra sucia, la coima. Comenzaste como funcionario público, director general de alguna dependencia, donde no lucías aún, pero aprendiste las fórmulas del cobro indebido, para convertirte después en testaferro de políticos y funcionarios. Levantaste fortuna en quehaceres oscuros, en tratos bajo la mesa. Fuiste capaz de todo, don Nicanor; para incrementar tu poder, para inflarte, para sentir que los demás son menos y que están bajo tus pies. Todo por unas monedas, Sancho de la Palma.

El “lameculos” te apodaban en el colegio; buscabas el favor de los profesores. Sí, don Nicanor, cuando tuviste el año perdido y tu padre te amenazó con romperte los huesos si no pasabas, no dudaste en acercarte el profesor de matemáticas, “al ricitos” que andaba sobando a los alumnos. Y te entregaste, y él hizo contigo lo que quiso, don Nicanor, cuando eras pequeño y te decían Nica; y de lo que sucedió no puedes olvidarte nunca, don Nicanor. Y tú lo sabes.

A tu pelo ensortijado lo estirabas frente al espejo por horas, después de haber dormido con una media de nailon alrededor de la cabeza, engominándolo sobre el cráneo. Grueso y macizo, tu facha te molestó siempre. Ahora tienes una colección de desodorantes, colonias y lociones para después de afeitar. Hueles bien. Te gusta. A veces hueles a una cuadra. “Ahí viene don Nicanor, ha pasado don Nicanor” crees que piensa la gente en los corredores ministeriales, en las oficinas de la legislatura, ahora en los pasillos del edificio del Banco, en palacio, sobre todo en palacio, cuando entras como en casa, pateando puertas y perros como se dice, don Nicanor, el asesor del señor Presidente, don Nicanor Sancho de la Palma.

Pasas por esa esquina y, desde las distancias que tu vida ha marcado, se acercan a tu mente escenas que parecían sepultadas. Como cuando empezaste a hurtar dinero de la billetera de tu padre; o a vender, pieza por pieza, los cubiertos de plata de tu madre guardados desde su matrimonio; o a mentir, y tan bien, que seguiste mintiendo y engañando por el resto de tu vida; o cuando te expulsaron del colegio, y luego de otro, acusado de pequeñas tropelías, y empezaron a considerarte de corazón torcido, deforme, de alma dañada y maltrecha, y hasta tus amigos te apodaron “el sucio, Nica el sucio”, y te llamaban también a tus espaldas “el mierda, Nica el mierda”, don Nicanor Sancho de la Palma.

Tu padre, un coronel de las fuerzas especiales, siempre te trató mal, a gritos y a pescozones. Para que te “hagas hombre”, Sancho. Y tu madre, cuyos ojos jamás viste porque los tuvo bajos, cansada del militarote se fue al fin de la casa. Se fue, Sancho, sin que tú, su hijo, hubieras podido recibir sus caricias y sus besos porque el coronel los prohibió para siempre. Se fue con alguien, y después con otro, y después con otro, y con otro. Hasta que dejaste de contar; hasta que se perdió de vista para siempre y tuviste que olvidarla.

Antonieta fue tu oportunidad, Nicanor Sancho de la Palma. Te faltaba “roce”, el ingreso a ciertos círculos, la posibilidad de ser miembro de algún club exclusivo. La “gente bien” te veía algo vulgar, feo. Antonieta fue la precisa, la elección acertada: posición acomodada, algo de bienes, fama, sobre todo fama, antes y después de la cama, de familia respetable, comulgadora, en su tiempo amigos de curas y monjas, bendición papal colgada de las paredes de la sala, hoy vinculados a la Opus Dei, la obra directa del mismísimo Señor y de un misógino ambiguo, soterrado y vividor.

Te casaste con ella, ganaste algunos escalones, convirtiendo a Antonieta en la señora de Sancho de la Palma, Nicanor Sancho de la Palma. Lo demás hizo tu dinero que torna a los demás obsecuentes, serviciales, prudentes y amigables. Los nuevos amigos te empezaron a encontrar cualidades, Nicanor. Todo por unas monedas más.

Y aquí, en este mismo recodo, en mi lugar, apropiado del sitio, dando vueltas con mi irremediable presencia, te veo pasar, Sancho, y luego espero por ti, te espero, don Nicanor. Son diez horas completas, ininterrumpidas, brutalmente iguales. Transportado en el balde de una camioneta, a la mañana me bajan a rastras y me suben a empellones al atardecer. No puede ser de otra manera: soy un bulto; un bulto incapaz de estirar las piernas, que se mueve sobre dos rodillas recubiertas de costras negras, ásperas, que parecen los cascos gastados y quemados de un caballo viejo; un espantajo arrastrándose con las manos llenas de callos y de mugre; un conjunto deforme acercándose a los automovilistas detenidos ante el semáforo, extendiéndoles la mano y mirándoles con ojos apagados de animal muerto en espera de caridades. Todo, por unas monedas más.

Por años estoy en el parterre central, en una de las más importantes avenidas del norte, a pocas cuadras de los hoteles de cinco estrellas, sobre el espacio de césped que desapareció ocho metros a la redonda con el ir y venir del cuerpo en cuatro patas, que araña y barre con las piernas desechas. Extremidades de aserrín y de trapos; brazos y piernas de un adefesio olvidado en el desván.

Nunca me he enterado cuánto puedo acumular en cada jornada. Una vez en el balde de la camioneta, mi madre, una vieja más vieja que la muerte, casi sin dientes, siempre vestida con faldones largos y manchados, sacos de lana raídos y con señales de remiendos y añadidos en los codos, me espulga el cuerpo y los escondrijos que dejan las costuras rotas, en busca del dinero entregado al retrasado parido, en mala hora, por la vieja bebedora.

Yo descanso los domingos en que ella duerme la borrachera de alcohol barato de los sábados. Reposo y guardo fuerzas para toda la semana en una pieza de tres por tres, olvidada bodega, antigua perrera, viejo lugar de desperdicios sin ventanas ni aire, en el traspatio de la casa donde mi madre arrienda una habitación para ella y el cuchitril para el hijo mal habido que le recordará siempre sus pecados con los choferes del barrio y los policías que salían los viernes a la noche, con dinero, y sólo pensaban en ir a beber, a tirar y a beber de nuevo.

Sigues pasando, don Nicanor, y como odias las monedas fraccionarias que te deforman los bolsillos de los ternos bien planchados, me las echas cuando el semáforo te detiene. Y las tiras sin falta. Te reconozco desde lejos, Sancho, y a tu coche color vino, el Volvode cuatro puertas, imponente, lujoso, sin una brizna de polvo y, dentro de él, sentado sobre el asiento de cuero legítimo, a ti, don Nicanor, tomado del volante, de modo que pueden verse el reloj de oro y los anillos.

Al mirarte, me lanzo hacia el filo de la acera, levanto la cabeza, río con mi cara inocente de cretino de nacimiento y mi mueca sin dientes. Río y hago ruidos que son mi forma de tratar de conversar contigo: ¡Ahggg! ¡Uffgg! Enrojezco del gusto, bajo el morado tostado y seco de las lacras de mi rostro. Me excito, y tanto, que más de una vez me has visto por el retrovisor como me refriego el sexo con los dedos torcidos, sin control, que se mueven en la mano deforme.

Ya no puedes evitarlo, Nicanor Sancho de la Palma: el hombre en cuatro patas te sigue en tus sueños. Te asedia. Y tú sigues lanzándome las monedas. Y yo, riendo más. Las echas lejos, para que yo no pueda hallarlas. Y yo río y gozo. Las sueltas en la calle, junto a la suciedad y la basura, cerca de las alcantarillas, y abro la boca de felicidad y muestro mi lengua hendida, maltratada. ¡Aahh! ¡Aagg! Todo por unas monedas más, Sancho.

Durante una semana detuviste el automóvil, con los vidrios cerrados, sin siquiera mirarme, mientras yo me retorcía y berreaba para que me prestaras atención. Hasta que cediste, don Nicanor, y volviste a abrir la ventana y contemplar en mis ojos de retrasado como saltaban unas lágrimas de dicha. Llegaste a sonreírme; llegaste a bajarte del automóvil y entregarme las monedas… Por primera vez sentiste ternura, Nicanor, por primera y única vez en tu vida… Después, nos seguiste, oculto, casi disfrazado, de calle en calle, por los vericuetos empedrados, por los senderos lodosos que terminan en las laderas que rodean a la ciudad. Nos seguiste para averiguarlo todo hasta la casa en ruinas donde mi madre y yo vivíamos. Preguntando e indagando te enteraste del pasado de la vieja, de su carrera de prostituta de última, de su afición al aguardiente.

Y has empezado a sentir, en las citas clandestinas con tus amantes, que las cosas no son iguales, sin importar que los encuentros fueran en tu oficina, donde convertías la banca en una cómoda cama doble y bastaba correr una de las portezuelas de la biblioteca para disponer de un bar bien provisto, del equipo de música y del de video, o en los nuevos moteles de lujo, en la salida norte de la ciudad, en los cuales también tienes tus inversiones con ganancias garantizadas libres de impuestos. Pero, ahora, las cosas ya no son como antes, don Nicanor. Te cansas de las mujeres. O algo te fastidia de ellas. Aún más que antes. De las mujeres, Sancho, escúchame bien. Has preferido a veces no volver a verlas. Las has echado, humillándolas, maltratándolas, después de exigirles todo, pisotearlas, poniendo un billete sobre otro para que ellas accedieran. Y después a tomar otras, y después otras. Has llegado al extremo de procurar que ellas no acaben, para hacerles sufrir, y así gozas doblemente. Hasta que has dejado de contarlas y las olvidas por completo. O, Sancho de la Palma, prefieres cancelar las citas, renunciar al intercambio, no verlas, cuando te quedas a oscuras en la oficina hasta las nueve o diez de la noche, sentado frente al escritorio, en la presidencia ejecutiva del Banco Equinoccial, bebiendo, sin saber qué hacer.

Has comenzado por dejar de dormir, por quedarte con los ojos abiertos. Cuando los cierras, en tus párpados, como en una pantalla, estoy yo, está el rostro del idiota, la figura del tarado, sacando su cara de una lona en las tardes lluviosas; alargando la mano, esperándote; la facha del infeliz sobre el balde de la camioneta; el despojo dormido en un sótano por todo el domingo para poder resistir la semana; las uñas de la vieja hurgando los bolsillos del fruto de sus borracheras y fornicaciones; los ojos de animal muerto; la emoción escondida tras sus gritos.

Junto a los sueños en que aparezco, hay otra figura, don Nicanor. Una figura imprecisa que se mezcla y confunde con la otra, Sancho de la Palma. Sueñas conmigo y también con el otro. Al comienzo no los distinguías. El otro, a veces, toma la forma del cretino, su rostro, su cuerpo contrahecho. Hasta que al fin, don Nicanor, comienzas a diferenciarlos. Descubres que el otro tiene una madre que aparece como sombra en las pesadillas. Te sueñas a ti mismo, don Nicanor, sueñas en el sucio Sancho de la Palma, pero con tu cara sobre mis hombros de mendigo y con tu propia alma, deforme, que toma mi figura, mientras lentamente la sombra de mi madre, la vieja prostituta y borracha, se acerca y se convierte en la sombra de tu propia madre, Nicanor Sancho de la Palma, de tu propia madre, don Nicanor, que, agobiada de los maltratos y las palizas del coronelote, se fue con alguien, y después con otro, y con otro, y con otro, hasta que perdiste la cuenta y no volviste a verla más…

 Ambos sabemos, Nicanor, que no podrás detenerte, que no podrás olvidarme, que irás por la misma avenida para ir a tu oficina, que seguirás lanzando las monedas; que te esperaré, Sancho de la Palma, a ti y a tu flamante Volvo color vino. Pero ni tú ni yo podemos presentir cómo acabaremos…

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