Hans Küng (1928-2021) fue un sacerdote y teólogo suizo, uno de los más controvertidos del pensamiento católico actual. Su obra sobre la Iglesia Católica, una historia resumida de la institución, es la primera que he leído del autor. Aunque mis cuestionamientos y dudas sobre la Iglesia comenzaron antes de los 20 años, y se consolidaron entre los sesentas y setentas, mis referencias sobre su pensamiento ya las conocía al enterarme de la “rebelión de los teólogos”, la “teología de la liberación”, entre otras fuentes, y especialmente la contundente obra El poder y la gloria del investigador inglés David Yallop, sobre el ultraconservador Juan Pablo II, en la cual plantea el dilema de si se trató de un santo o de un político. Este papa polaco congeló el Vaticano Segundo a raíz de la muerte de Juan XXIII. Yallop es autor también del libro En nombre de Dios, de indiscutible veracidad por su riqueza investigativa, sobre el asesinato de Juan Pablo I, cuya autopsia —valga el dato— fue hábilmente soslayada por su sucesor. ¿Infarto cardíaco o cianuro? No fue el primer papa asesinado en la larga y tortuosa historia vaticana. Sobre su mesa se encontró el primer decreto de intervención de las instituciones bancarias de la Santa Sede, sobre las cuales —espero que los datos que conozco sean exactos—finalmente el papa Francisco ha logrado extirpar de corrupción, lavado de dinero y mafias, después de más de dos décadas de haberse mantenido intocadas. De allí su desprestigio diseminado por la inamovible y poderosa curia vaticana y los grupos católicos extremistas y poderosos.
Küng inicia su vigorosa obra declarándose católico por origen, educación y trayectoria, participó activamente en el Vaticano II, nombrado por Juan XXIII, pero confiesa que fue perseguido por la Inquisición bajo otro papa desde 1978, justamente Juan Pablo II, al tiempo que reclama “una reforma radical de acuerdo con los criterios del Evangelio”. Escribe que la “iglesia católica es una iglesia controvertida, sujeta a los extremos de la admiración y el desprecio”. “Ninguna polariza la sociedad y la política mundiales con tan alto grado de rigidez en sus posiciones siempre investidas de un aura de infalibilidad, como si se tratara de la propia voluntad de Dios … o que discrimine tanto a las mujeres, prohibiendo los anticonceptivos, el matrimonio de los sacerdotes o la ordenación de las mujeres”. Cita a K. Deschner, que llegó a hablar de “delincuencia en la política y en sus políticas relacionadas con el comercio, las finanzas, la educación, la propagación de la ignorancia y la superstición, la explotación sin miramientos de la moralidad sexual, las leyes matrimoniales y la justicia penal”. Así como es posible, argumenta Küng, escribir una historia criminal de ciertos países, razas, grupos humanos…, no cabe excluir a la Iglesia de tales investigaciones ni es aceptable tampoco presentarla como objeto de odio.
La Iglesia Católica ha sido y es una obra humana, desde sus inicios como tal, desde Constantino, y fue sin duda una fuente de poder político y nunca dejó de serlo. “El cerrado sistema dogmático incluye una teología escolástica autoritaria (…) unida a una naturaleza mundana y a una desviación de las tareas espirituales que le son propias”. De todos modos, reconoce que la Iglesia Católica “se ha mantenido como poder espiritual, un gran poder” que no ha podido ser destruido, y que mantiene una extensa y universal base de organizaciones de todo tipo con miles de miembros entregados “al servicio de sus semejantes”. Sostiene Küng que, en ningún caso, la historia crítica de la institución puede desligarse de Jesucristo y del Evangelio. “El nombre de Jesucristo es como un hilo dorado en el gran tapiz de la historia de la Iglesia, aunque el tapiz a menudo aparece deshilachado y mugriento”. La pregunta que se hace Küng al final del extenso texto introductorio es: “¿Fundó realmente Jesús una iglesia?” Se entiende que se trataba de diversas comunidades que practicaban sus enseñanzas. Y otra pregunta al final del primer capítulo: “¿Era Jesús en realidad católico?” “A modo de experimento, ¿es posible imaginarse a Jesús de Nazareth asistiendo a una misa papal en la Basílica de San Pedro?”
Por otro lado, las actividades de Jesús causaron reacción en los poderes políticos de la época hasta que lo entregaron a los romanos para su ajusticiamiento. Los primeros seguidores de Jesús eran casados (salvo Juan, y por supuesto Pablo posteriormente). No hay noticia de discriminación a la mujer para las tareas apostólicas, aunque la sexualidad no era tolerada como se mantiene hasta hoy para los sacerdotes y con evidentes actitudes de rechazo a la mujer. ¡Pablo aconseja tener mujer propia para evitar el adulterio! La mujer, entonces, es un instrumento para saciar un natural deseo humano: una forma de animalizar el sexo. La figura de la mujer no cuenta, mucho menos el amor. En los matrimonios católicos, el curita no habla de la pareja humana y siempre le mete a Dios entre las sábanas. Son insoportables. Impensable que use las palabras “ cuerpos” y, peor aún, “sexo” o “placer”, como insustituible medio de unión de la pareja a través del amor, y cuando habla de amor conyugal vuelve a meterlo a Dios en todas formas. Los célibes (y no creo que lo sean la mayoría), no entienden que el acto sexual y corporal con amor es un acto esencialmente místico y espiritual.
Para Küng, “libertad, igualdad y fraternidad son originalmente cristianas”. Küng sostiene que el término “jerarquía” se adoptó quinientos años después de Cristo. Menciona a Lucas: “El mayor entre vosotros será como el menos, y el que manda como el que sirve”. Küng pone en duda que Pedro fue la primera cabeza de la naciente Iglesia, y menos aún Roma, porque las principales organizaciones se asentaron y desarrollaron en Oriente, por donde el cristianismo se extendió, antes de la ruptura con los judíos, por el año 70 d.C. Con estos antecedentes, ¿cómo puede entonces explicarse, pregunta Küng, que esas comunidades pudieron convertirse en la gran Iglesia Católica dominadora de toda la tierra habitada? La respuesta está en un nombre: Pablo de Tarso. “No es exagerado afirmar que no habría habido Iglesia Católica sin Pablo, que llegó a hablar de “mujeres apóstoles”, pero no cabía en su mente el acercamiento a una. La sexualidad fue despreciada y así se mantiene hasta hoy. Más tarde, con el establecimiento de la jerarquización, “incontables teólogos y obispos abogaban por la inferioridad de la mujer”. En todo caso, Küng es categórico al afirmar que el cristianismo “cambió el mundo para mejor” y su presencia sobre todo en la actitud de los cristianos respecto a sus semejantes fue determinante. Los cristianos se mantuvieron, por lo menos en esas épocas, ajenos al poder político y reconocían la autoridad y la existencia del Estado. Más importaba “la vida correcta” que “la enseñanza correcta”. “Un movimiento religioso revolucionario ‘desde abajo’ desprovisto de ideología política consciente, llegó a conquistar a la sociedad en todos los niveles”. Más tarde, en el siglo III y comienzos del IV, comenzaron las persecuciones, confiscaciones y muertes de obispos, pero no se consolidaron. Fue entonces que el teólogo Orígenes, cincuenta años después de ser torturado y casi quemado en la hoguera, encauzó primero el cambio cultural que “combinaba cristianismo y cultura griega”, y más tarde el cambio político con “la alianza entre la Iglesia y el Estado”.
Sobrevino una de las revoluciones más importantes: el nacimiento del imperio universal, el romano, y de la religión universal reconocida como oficial. Tiene un nombre: Constantino, que convocó al primer concilio ecuménico, el de Nicea. Todo esto sucedió a partir del año 315 d.C. En el 325, Constantino, que no era cristiano y se bautizó antes de morir, fue coronado emperador. Al concilio no fue invitado el obispo de Roma. “Constantino aprovechó la oportunidad para asimilar la organización de la iglesia a la organización del estado”. Y fue el que decidía y controlaba todos los nombramientos de la Iglesia. Al mismo tiempo, comenzaron a nacer los grandes dogmas: el primero, la consustancialidad entre Dios padre y Dios Hijo y, naturalmente, el dogma de Cristo, Dios y hombre verdadero. ¡Más tarde vino el dogma de la Trinidad! Politizado el cristianismo, con poderes políticos de por medio, luego de la muerte de Constantino en 337 y de la división del imperio, la historia relata los estados de persecuciones, muertes, ejecuciones, guerras, etc. ¡La herejía era un crimen contra el estado! “La iglesia perseguida se convirtió en iglesia perseguidora”, especialmente contra los judíos. Por otro lado, a partir de 395, el imperio romano quedó dividido entre imperio de oriente e imperio de occidente…
Entonces entró en escena Agustín de Hipona (354-430), el artífice, según alguien opinó, “de mil años de oscurantismo”. Dice Küng que para comprender a la Iglesia hay que comenzar por él: “ningún hombre, entre Pablo y Lutero, ha tenido mayor influencia”. Para Agustín, la Iglesia era “la madre de todos los creyentes”, y con el tiempo se convirtió en “testigo de cargo (…) de la Inquisición, la guerra santa y las conversiones forzosas”, aunque muy “convincentemente podía hablar del amor divino”. En el oriente cristiano fue diferente. Originalmente mundano, con catorce años de unión con su amante Fiora, con la cual tuvo un hijo, su genialidad y su talento le convirtieron en lo que fue y es para la Iglesia. De paso, recomiendo la lectura de Vita Brevis, de Jostei Gaarder, autor de El mundo de Sofía, que reproduce deliciosa y ficcionalmente una carta de Fiora que comienza así:
“A Aurelio Agustín, obispo de Nipona: Me resulta curioso el saludarte con estos términos. Hubiera escrito sencillamente ‘a mi pequeño y divertido Aurelio’. Pero han pasado más de diez años desde que, por última vez, me estrechaste entre sus brazos”.
Agustín, a cambio de las obras y las acciones, convirtió a la “gracia de Dios en centro de la teología occidental”. Para él, el pecado original cometido por Adán fue lacra que se transmitía a todos los hombres, incluyendo a los recién nacidos, a través del deseo y el acto sexual. “Hasta hoy estas siguen siendo las nocivas enseñanzas del papa de Roma”. La reacción hacia el acto llevó a Juan Pablo II, casi veinte siglos después, a afirmar que “en el cielo no habrá sexo”. Del secreto origen de estas aberraciones, este blog se ocupará en su momento.
Otra de las ideas teológicas de Agustín fue defender la existencia de la Trinidad. El papa no tenía papel alguno en este “estado de Dios”. En 410, Roma fue saqueada por los visigodos, que cometieron las peores atrocidades. Agustín respondió con su obra La ciudad de Dios, en la cual el mundo está en permanente guerra entre la civitas terrena, heredera de los ángeles caídos, y la civitas Dei, o sea la ciudadanía de Dios. Cierra la obra con estas palabras: “¿Qué otra cosa es nuestro fin, sino entrar en ese reino que no tiene fin?”
Noviembre, 2024