Ante el bullicio de nuestras agendas saturadas y la implacable presión de la sociedad moderna para ser cada vez más productivos, solemos olvidar que somos seres finitos. “La vida son mil meses”, aprendí de una canción de Arnau Griso. Oliver Burkeman, escritor y periodista británico, prefiere hablar de cuatro mil semanas. Además del frenesí de obligaciones cotidianas, la lista interminable de cosas que queremos o sentimos que debemos hacer antes de morir conduce a la necesidad de reconsiderar nuestra relación con el tiempo y aceptar la realidad de nuestra finitud. Burkeman resalta que siempre hemos luchado con la gestión del tiempo, desde los estoicos hasta Heidegger, y describe una especie de epidemia de productividad que hoy nos acecha.
Hace unos días escuché al autor británico en una especie de podcast, quien propone en sus textos una perspectiva refrescante sobre la productividad y el manejo del tiempo, denominada “Gestión del tiempo para mortales”. Más allá de la eficiencia en el trabajo y la organización impecable de nuestras agendas, Burkeman argumenta que el buen manejo del tiempo representa un dilema humano central, que implica, además de reconocer que somos seres que caducan, rendirse tarde o temprano ante los ritmos de la vida para vivir con prosperidad. Se trata, paradójicamente, de una rendición liberadora que nos da el poder requerido para tomar el verdadero control de nuestro tiempo y dedicarlo a lo que en realidad nos importa.
La obsesión casi enfermiza por la productividad extrema, particularmente notoria en la juventud del siglo XXI, es, según Burkeman, contraproducente. Aquella búsqueda desenfrenada de una clase de eficiencia perpetua y sobrehumana genera insatisfacción, distracción y, lo más peligroso, la creencia central de que la felicidad o el bienestar tan solo llegará cuando alcancemos ciertos logros. Así, el presente no es más que un lugar ansioso y trepidante cuyo único propósito es mantenernos ocupados mientras ‘cruzamos los dedos’ por un mejor futuro que, de llegarse a concretar, no nos será suficiente. Nos cuesta aceptar que siempre habrá más por hacer de lo que podemos abarcar. Perder, al fin, la batalla ilusoria con el control absoluto y las expectativas fantasmas.
Aceptar nuestra finitud les otorga un peso invaluable a nuestras decisiones diarias, pues cada una de ellas implica renunciar a otras tantas en el ahora. En un mundo de infinitas opciones y posibilidades, cada decisión es un acto de construcción, y cada persona es el único arquitecto de su propia vida… sus cuatro mil semanas (en el mejor de los casos). Aun así, todos sabemos que somos absolutamente incapaces de prever el futuro, y cada instante es una oportunidad única para construir un legado de significado y autenticidad. ¿Qué vamos a hacer al respecto?
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