Debo la idea de este comentario —además del título— a L.U., una excelente amiga, a su lucidez, sentido de las proporciones y forma de mirar la vida. Estos “nadies” no son los mencionados por Galeano y tantos otros, cuando se refieren a los miles de millones de seres que actualmente nacen, viven y desaparecen en calidad de desperdicios o son parte de “la raza de los desasosegados de nacimiento” como los llamó Saramago en la novela La caverna. En suma, los que no nacieron en un mall o, si han tenido suerte, lo hicieron en sus periferias donde es frecuente que lleguen adelantos y progresos, creados para al bienestar del ser humano, como retazos o partes desmembradas de la acumulación y opulencia.
Mi amiga L.U. y yo no tocamos el tema de los parias del mundo, sino de aquellos que por propia voluntad escogieron una condición de aislamiento de tal naturaleza, de carácter interior y consciente que les ha permitido seguir en el mundo, ser parte de los “otros”, ser “un otro” más, sin necesidad de refugiarse en una cueva de piedra, en un sótano de una fábrica abandonada, en el cuarto que dejó hace cincuenta años, por muerte, el campanero de la iglesia, esperar, mientras dure el riesgo de vivir, una eternidad feliz, o simplemente —decisión que hasta podría recomendarse— resolver trabajar en solitario a la noche y dormir de día.
Doy por sentado que los lectores han leído y están enterados de los comentarios que he escrito, en este mismo blog, sobre el brutal y universal acoso mediático que nos está convirtiendo en seres incapaces de pensar, procesar, cuestionar, discernir o discutir. En la historia de la humanidad nada de esto es novedoso, en especial en el campo religioso y político, pero la globalización y los progresos tecnológicos que se multiplican hasta límites insospechados y tenebrosos como en los casos de los algoritmos o la inteligencia artificial, han transformado totalmente las situaciones y las perspectivas. Poco a poco, nos están manipulando, manejándonos, idiotizándonos y estupidizándonos. Y la pandemia digital no podrá parar. Adicionalmente, el desarrollo sin medida, la compulsiva necesidad de producir y producir para una sociedad enloquecida por el consumo y por disponer cada vez de más cosas, ha llevado a un estado de sobreexplotación universal, de saturación mundial, con grave quebranto a las leyes de la naturaleza. Y esta no resiste y está respondiendo al castigarnos cada vez con más virulencia. La materia y la naturaleza son eternas. La humanidad no, y todo nos lleva a concluir que está en proceso de extinción.
De modo que estamos agredidos y entrampados por dos flancos: el primero, dirigido a nuestros cerebros, para controlarlos y manejarlos desde afuera, a pesar de su inconmensurable capacidad de comprensión, aprendizaje y creación: y, por otro, a nuestro planeta, a nuestra Tierra, por el calentamiento global, la sobre explotación, la extinción paulatina de millones de animales de todo tipo, todo lo cual modifica el equilibro del conjunto y causa daños irreparables al planeta y los seres vivos.
Entonces, ¿qué puede hacerse en una posible condición de “don nadie”?, nos hemos preguntado mi amiga L.U. y yo, a sabiendas que todas las luchas de locos e idealistas son inútiles y todos los protocolos internacionales firmados están olvidados o congelados. Nada, no puede hacerse nada, salvo defenderse, protegerse. Ella, desde hace tiempo, adoptó el budismo y la meditación como una forma de aceptar, no sólo lo que no se puede cambiar, sino inclusive lo inaceptable. Dejar que el infierno fluya solo, allá, lejos, al fondo de todos los abismos. Somos parte de un todo —dice— que es pura energía, inagotable y perenne energía que está renovándose constantemente y que vuelve a reproducirse, luego de agotarse y acabar, en las innumerables formas de vida posibles. Somos también —sostiene— parte de una consciencia universal.
Por mi parte (quizás mi temperamento no me permite posiciones que lindan con lo filosófico, buscan alguna versión del nirvana o se someten a lo escatológico), he preferido el distanciamiento y hasta la ignorancia de ciertos sucesos, el aislamiento de muchas realidades. Poner distancias, en definitiva, de modo que las fuerzas negativas, aún sin alejarme totalmente de los odiosos asuntos que nos rodean, se diluyan en esos espacios que quedan libres, y que están siendo ocupados ahora con las personas que amo, con amistades que conservo, con literatura, lectura, música, con sentirme bien en mi departamento y mantenerlo como lo hacía la mujer que me acompañó casi por cincuenta años y dejó de estar hace algo más de un año. Michel Houellebecq, en su novela La posibilidad de una isla, escribe que “en una palabra, debemos alcanzar la libertad de la indiferencia, condición que hace posible la perfecta serenidad”.
En definitiva, el “don nadie” es el que desaparece de las redes sociales, casi muere digitalmente y, además de eliminar la televisión y los noticieros, bloquea la avalancha de informaciones, propaganda, noticias falsas, mentiras, comentarios recargados de intenciones, enredos amorosos de celebridades, estupideces y hasta dosis de porno suave.
En La revolución de la esperanza, Erich Fromm escribió a comienzos de los setenta: “El hombre nace como una extravagancia de la naturaleza, siendo parte de ella y, no obstante, trascendiéndola. Tiene que encontrar principios de acción y de decisión, que reemplacen los principios del instinto. Tiene que buscar un marco de orientación que le permita organizar una imagen congruente del mundo como una condición para obrar congruentemente. Tiene que luchar no solo en contra de los peligros de la muerte el hambre y el daño corporal, sino contra otro peligro específicamente humano: la locura.” Actualmente, Fromm hubiera ido más lejos en sus explicaciones, pero al final hubiera concluido igual: que el derecho de sobrevivir combate a la locura imperante, a la estulticia rampante.
Hola Modesto. Desde hace un buen rato sigo tu consejo de ser “don nadie”, excepto cuando no hay más remedio. Y es muy tranquilizante.
Andrés Vallejo