Como un homenaje a la memoria de los hermanos Restrepo Arismendi, desaparecidos en 1988 por la Policía del Ecuador, se reproduce un relato que formó parte del primer libro de cuentos del autor, y que ha sido reproducido en algunas antologías personales, como la editada por la Campaña Nacional de Lectura en 2012 y la de EDINUM en 2017. Pedro Restrepo, padre de los adolescentes, con motivo de la presentación de la obra en enero de 1997, estuvo presente en el acto. El ejemplar que él guarda tiene esta dedicatoria: “A Pedro Restrepo, que será parte de nuestra memoria”. Lo que este padre dijo, mientras le abrazaba, no podrá ser olvidado jamás por el autor del cuento.
LOS HOMBRES SIN ROSTRO
Modesto Ponce Maldonado
Desde esos días —y desde esa noche innombrable, oscura y cobarde— los niños no pasan por el cuartel de la policía. Lo evitan y prefieren dar la vuelta. Se asquean aun al evadirlo. Hasta siempre. Lo miran desde lejos: unos con rabia escondida, otros con ojos iluminados. Comienzan a soñar en cambiar el mundo; quizás en cambiarlo de cualquier manera.
Las madres, con sus pequeños en brazos o colgados de sus espaldas, los cubren; temerosas, apresuran el paso y se tapan las caras con disimulo. Recelan: alguien mirará sus ojos y descubrirá que guardan lágrimas hirvientes; alguien mirará sus labios, que esconden gritos que no se acabarían nunca. Las grávidas sienten dos golpes, uno en las entrañas y otro en el corazón.
Las gentes bajan la cabeza y prefieren cruzar a la acera de enfrente. Los viejos escupen junto al portón de entrada: los guardias de las garitas no se fijan en quienes, cansados de vivir, perdieron hasta el miedo.
Los vecinos, desde esos días, desde esa noche, sueñan en lamentos de niños que nadie escucha; sueñan con seres sin cara que viven ocultos en las quebradas, bajo las calles de la ciudad…
Las golondrinas abandonan sus nidos en los aleros. Las palomas no sobrevuelan los patios.
Desde esos días —y hasta siempre— los policías se esconden de sí mismos y huyen de la ternura de sus madres o de las caricias de sus mujeres. No levantan a sus hijos en brazos ni los acarician. Comienzan a temerlos, a sospechar de sus propios hijos, de su memoria. Sus caritas mestizas les preguntan sobre cosas que no quieren responder.
Solo las ratas siguen allí, en los sótanos, en los agujeros, bajo los pisos, cerca de los calabozos, como si nada hubiera ocurrido.
El señor presidente se tapa los oídos y se esconde bajo la mesa cuando en las calles la gente grita: “¿Dónde están?”.
Dios se avergüenza también y se oculta. Él, el Impotente, el atado de manos, el infinito Indolente, nada puede hacer.
Desde esos días.
Desde esa noche en que alguien gritó…
—¿Qué le sucede al chico, carajo?
—Nada, mi teniente, parece que se asustó y no puede respirar.
—¿Cuándo aprenderán a hacer las cosas?, cabrones.
—Llamemos al médico, mi teniente.
—Déjese de huevadas. Déle un vaso de agua fría y póngalo de nuevo con el otro para que se calme.
—Su orden, mi teniente.
Entonces oí afuera los mismos pasos que anoche, papá, cuando se llevaron a Andrés, pero eran lentos, como si arrastraran a alguien. Ahora esos pasos regresaban.
—Camina, mierda.
Y cuando la puerta se abrió, dos linternas me iluminaron la cara y no pude ver los semblantes. Quise distinguirlos, para que tú pudieras identificarlos después, pero no pude, ¿comprendes papá?, no pude. Le empujaron hacia dentro y cayó al suelo. Luego cerraron la puerta y la oscuridad volvió.
Fue cuando él me abrazó.
—Tranquilo, Andrés, no hables y trata de respirar despacio. No llores más. Pronto vendrá.
—¿Por qué no viene, Santiago? Tú dijiste que nos hallaría y nos sacaría de aquí.
—Nos está buscando y aún no nos encuentra.
—Tengo miedo, Santiago, tengo un poco de miedo.
Y me senté en el suelo y le acaricié la cabeza. También le abracé. Nos alivió estar así. Hacía frío. Quiso dormir pero no pudo. Empezó a temblar. Le era cada vez más difícil respirar. No decía nada: solo me miraba y me seguía mirando. Hasta que no resistió más.
—Es que no puedo. Llama a alguien…
Y le dije que es imposible. Yo también tuve miedo, papá, y nada podía hacer. ¿No te parece? Teníamos que aguantar y esperarte.
A la noche un guardia atrás de la puerta me preguntó si quería una cobija y algo de comer. Le dije que sí. Me preguntó si tenía dinero. Le contesté que me lo quitaron todo, hasta los zapatos. Esperé y no volvió.
Pero cuando Andrés empezó a ahogarse, no pude más y grité con todas mis fuerzas. Estaba pálido, papá. Grité. Y vinieron. Y se lo llevaron.
—Éste se nos muere, cojudos.
—¿Dónde está el médico de turno?
—¡Qué médico ni qué médico! El coronel no quiere complicaciones. Ordenes de más arriba, de mi general.
—Entonces, ¿por qué no lo sueltan? ¿De qué los acusan?
—De nada. Una equivocación. Se les fue la mano y este par van a contarlo todo. Cualquier indio se calla, pero éstos no.
—Llamen al teniente. Rápido.
Y no sucedió nada hasta la madrugada. No sucedió nada después. La tarde era gris, papá, llovía mucho, y yo sentí la sombra de un extraño silencio, el presentimiento de un silencio cómplice. Alguien abrió la puerta y me dejó un plato de comida.
—¿Dónde está mi hermano?
No hubo respuesta. Ni tiempo para nada, papá, porque volvieron a echar el cerrojo con la misma velocidad con que entraron.
Nunca tuve tanto frío, ni tanta hambre. Resistí porque tú estabas cerca, tras nuestras huellas, quizás hablando con el coronel, con el general, con el ministro, con el presidente. Te faltaba muy poco, papá.
Era de noche. De nuevo el cerrojo que corre, la puerta que se abre y otra vez los hombres, ahora cubiertos con pasamontañas. Eran tres. Uno dijo:
—Llévenselo.
No me hicieron daño, ni me pegaron ni me patearon esta vez. Me levantaron y dos de ellos me tomaron de los brazos.
—Te llevaremos donde tu papá —me dijeron. No te preocupes. Primero te lavarás y te devolveremos tus zapatos.
—¿Y mi hermano?
—Está bien. Con el médico.
Quise gritar y llorar de felicidad, pero me contuve.
—¿Por qué no vamos arriba?
Ellos seguían bajando más gradas. Gradas de caracol que parecían no ir a ninguna parte.
—¿Adónde me llevan?
Traté de zafarme, alcancé a golpear con mi rodilla la pierna de uno de ellos. Sentí un golpe en la cabeza. Luego me sentaron en una silla. Los dos hombres me sostenían de los brazos. Estaba en los sótanos, entre los muros levantados bajo tierra para ahogar los temblores, los terrores y los gritos. Eso muros, papá, olían a muerte. El tercer hombre se acercó y me puso un metal helado en la nuca. Al sentir que algo se me iba de la cabeza, me pareció que el eco de un trueno que salió cerca de mis oídos se alejaba. No llegaste, papá, te faltó tiempo…
Me pareció regresar, papá, a nuestra casa y mirar cómo, en los anocheceres de algunos domingos, los relámpagos se perdían en las montañas, mientras tú, en la mecedora, leías un libro frente a la ventana que da al jardín.
A la madrugada, con Andrés, levemente desciendo mientras veo que el reflejo del sol, retenido en la superficie del agua, se aleja. Húmedos y cubiertos de algas, nos tomamos de las manos y entramos en la oscuridad de una laguna. Arriba parece perfilarse la silueta de una lancha con los hombres sin rostro sobre ella, vestidos de uniforme verde oliva. Y detrás, los picos de un desfiladero. Sonrío y él también sonríe. No podemos hablar.
Ahora pienso en un lapso no vivido y ni siquiera soñado, un espacio en el cual el tiempo y la eternidad se mezclaron. ¿Me explicarás algún día, papá?
1994
Felicitaciones, Modesto. Un cuento muy bien logrado! Como siempre, otra gran obra tuya.
Uno de los calvarios, de los que se viven en esta ciudad y que nos duelen, como el aluvión de estos días. Qué importante Modesto, que nos sacuda la memoria y el alma. Ojalá un día, podamos levantamos y protesrar masivamente, ante tanta indolencia.
Un hermoso cuento que me ha golpeado la memoria y el corazón. Creo que nunca dejaremos de derramar lágrimas de dolor y frustración por estos niños! Gracias, Modesto!