Retomo el tema de Juan Martín Naranjo, coeditor y colega de este blog, que escribió en la pasada edición: Sobre el pensamiento “blanco o negro” en la era del internet.
Esta manera —que pudiera estar calificada como la razón de lo irracional o la irracionalidad de la razón— de mirar el mundo, la vida, la política y los sucesos sociales, inclusive a nosotros mismos, quizá está muy vinculada al mismo ser humano y a su génesis y desarrollo. Parece que esta tendencia a extrapolarlo todo no sea sino una respuesta a nuestro de deseo de búsquedas, explicaciones y preguntas, un asunto de angustia existencial inextinguible. Esta distorsión del pensamiento no puede estar desvinculada de la actitud o respuesta que tenemos a las realidades que nos rodean. Pudiera suponerse, entonces, que la vinculación que tenemos con esas realidades tiene defectos de conexión, o que “la percepción sea la realidad” —como alguna ocasión escuché a un buen amigo—, o que esas realidades no sean conocibles totalmente, o que nuestras mentes y cerebros creen su propia realidad. Vuelvo a lo escrito por Hermann Broch en Los inocentes, cuando se refiere a la “multidimensionalidad”, cuando “el ojo (o la mente) percibe lo pluridimensional en lo tridimensional, la realidad tras la realidad, la segunda realidad invisible —no la última ni con mucho—”. Y también a lo señalado por Musil en El hombre sin atributos: “La realidad siente un deseo absurdo de irrealidad” o, en otra de sus afirmaciones: “Los términos ‘verdadero’ y ‘falso’ son subterfugios de los que jamás quieren llegar a una decisión. Porque la verdad es algo que no tiene fin”. Acaso esta obra de Musil sea justamente sobre la irrealidad. Se lee en Isabel en las aguas del diablo de Mircea Eliade: “La gran ventaja del bien es que puede pasar en cualquier momento al mal”. El cuencano Oswaldo Encalada, con su fino humorismo y gran talento, en su Diccionario de la vista gorda, escribe: “La verdad es —como Dios— inalcanzable. Lo más que puede llegar a ser es verosímil”. Tal vez el arte en general, sea la excepción (¿extrapolo?), en especial la literatura donde todo es verdad porque justamente todo es mentira.
El dualismo y la complejidad de lo humano es algo que no puede desconocerse. Somos, individual y colectivamente, a través de todas las manifestaciones históricas, complejos y multifacéticos. No me interesa referirme a la posibilidad de que lo Blanco o Negro deviene también de las posturas filosóficas que, desde siglos atrás, han tratado de explicar la existencia del Bien y del Mal, en lo cual juega un papel definitorio la existencia o no de dioses o la posibilidad de un Ser Supremo. Me limito al ser humano tal como ha sido y es: un animal capaz de las más grandes creaciones y hazañas y capaz también de las mayores atrocidades posibles. Un ser con cuerpo y cerebro que ha vivido en el entorno que le ha correspondido, creado y modificado por el mismo. La posibilidad de la existencia de un “alma espiritual y trascendente” —el dudoso argumento de nuestra superioridad— no está considerada. Somos nosotros mismos los que nos hemos proclamado “reyes de la creación”, sin haber consultada a los animales más cercanos a nosotros, los domesticados, antes mascotas y ahora compañeros de vida, como perros y gatos, que carecen de la posibilidad del lenguaje, pero que tienen un instinto-inteligencia sorprendentes y son más auténticos que muchos seres humanos.
La estructura de nuestro cerebro, encerrado y protegido en una esfera dura —equivalente incomprensible y extraordinario al infinito y misterioso cosmos—, es capaz de contener la razón, los instintos, los sueños, las complejas manifestaciones de nuestro sistema emocional, las raíces y muchas de las facetas de nuestra sexualidad, la evidencia de una vida consciente y las curiosidades, extrapolaciones y aberraciones del inconsciente, la memoria, las capacidades, los terrores y los miedos, las pasiones, los odios, las obsesiones, los sueños y las fantasías, los mitos y las certezas, los misterios del cerebro que mantiene vivo a quien se halla en estado vegetativo, la inventiva y la creación, la imaginación —quizá la más excelente de nuestras virtualidades—; cráneo o cabeza que disponen de orificios que dan al exterior que nos permiten hablar, mirar, escuchar y oler, y que ordena y organiza hasta el más mínimo movimiento, gesto o acción de nuestro cuerpo y de sus miembros. Sin el cerebro no movemos un dedo ni somos capaces de parpadear, salvo que alguien lo haga por nosotros o un viento fuerte desordene nuestros cabellos. Sin cerebro somos como espantapájaros, a lo sumo. Del cerebro escribió en Palinuro de México Fernando del Paso, que estudió inicialmente medicina, que es “la más sagrada de las cúpulas”.
Desde pequeños —si hablamos de lo que no ha correspondido vivir, y es posible que, en una u otra forma, ese tipo de ha acompañado al ser humano desde siempre—hemos experimentado la presencia y la presión de grandes dicotomías: bien y mal, dios y satanás, luz y tinieblas, verdad y falsedad, cuerpo y alma, ángeles y demonios, espíritu y materia, cuerpo y espíritu, amor y odio, cielo e infierno, virtud y pecado, yo y lo otro, mío y tuyo… El listado puede ser casi interminable. La danza de las divisiones y fragmentaciones se han aplicado a la cotidianidad de nuestras existencias, a la historia, a las ideas religiosas y políticas, a la sexualidad, a los sistemas ideológicos, a las interpretaciones de las sociedades y del mundo, a la ciencia y a la técnica… Quizás la figura de un camino de tierra rodeado de arboledas que bordean un riachuelo, por donde transita y pasea un viejo budista que lo ha superado todo, no sea ahora posible. No sabremos si todo pasado fue mejor, pero no es difícil llegar a conclusiones que nos lleven a pensar actualmente en un deterioro muy marcado de la humanidad misma, definitivo, sin retorno ni arreglo.
En una serie de exposiciones a las que asistí hace poco, invitado a la presentación de una obra que analiza la sociedad actual, escuché que uno de los expositores habló de la “deshumanización del ser humano y de la desnaturalización de la naturaleza”. La naturaleza se defiende sola y nos sobrevivirá, destruyéndonos. La humanidad mientras tanto se hunde entre la desigualdad más espantosa y justamente el sometimiento a fuerzas que están modificando no sólo comportamientos y formas de pensar, sino algo peor: la dirección y el contenido de nuestro entendimiento, la posibilidad de sopesar, escoger o discernir, de preguntar y cuestionarse. Son las fuerzas mediáticas imperantes, sumadas a los algoritmos y a la inteligencia artificial. Detrás está el Poder. Y es este Poder, desde los primeros pasos del homínido sobre el planeta, la fuerza que empuja al animal humano a someter a otros.
Después de la pandemia, el mundo no será el mismo y los tiempos que se fueron ya no existen más. El mundo es otro. El país es otro. No es necesario explicarlo. ¿Qué será de nuestros hijos se preguntan los padres jóvenes? ¿Qué será de nuestros nietos y bisnietos nos preguntamos otros? Muchas jóvenes no desean tener hijos. Lo Blanco y lo Negro parecen haber reforzado a niveles extremos las ideas del “Anticristo” o del “Enemigo”. El filósofo coreano-alemán Bung-Chul Han, a través de breves cuadernos que se encuentran en internet, ha diagnosticado “las patologías del mundo actual”, según una de sus comentaristas (Menene Grass B. en El mundo como hipermercado) que se refiere, por ejemplo, a la extinción del eros, la crisis de la fantasía, la desaparición del otro, el predominio de la imagen y del espectáculo, hasta tal punto que se “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original y la apariencia al ser, porque nos hemos convertido en imágenes de nosotros mismos”. En otras palabras, hemos dejado de ser hombres libres. Recomendamos consultar del filósofo nombrado La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia, La agonía de Eros, En el enjambre.
En otras palabras, si usamos una comparación con las leyes elementales de la cromática, sabido es que el blanco es la mezcla de todos los colores, mientras lo negro es la ausencia de color; pero si perdemos la capacidad de distinción o de cuestionamiento, si cada vez somos más esclavos y estamos limitados en nuestra libertad gracias a la explotación a que estamos sujetos, las cosas cambian. Se está consumiendo nuestro potencial para recordar que lo blanco contiene todos los colores, de modo que si todo lo vemos Blanco estamos obnubilados, absorbidos, deslumbrados, fanatizados: y si todo lo vemos Negro, estamos simplemente ciegos, encerrados en una caja de acero, no sólo incapacitados de distinguir un rayo de luz, una tenue luminosidad, sino ajenos a suponer o por lo menos a soñar que pueden existir otras realidades más allá de lo Negro. Eso nos lleva a entregarnos en cuerpo y alma al deslumbrante —y también enceguecedor— Blanco.
Modesto Ponce Maldonado
Abril, 2022