Molestan las bibliotecas con todos sus libros empastados, rigurosamente ordenadas, sospechosamente lujosas y elegantes, colocadas en estanterías de maderas finas. Molestan los libros intocados, las páginas sin subrayados ni comentarios o, por lo menos un signo, una mancha, un rastro de que alguna vez alguien pasó por allí. Libros que esconden la vida. Que guardan también mujeres que, en alguna forma, fueron sentidas, como un soplo, en el pasado. Por ejemplo:


GRASS, Günter (1927, Danzing, 2015, Lubeck, Alemania).  El rodaballo (Ediciones Alfaguara, Madrid, 1981, pág, 406)

“… los hombres, en cambio, sólo pueden lograr su supervivencia fuera de sí, construyendo la casa, plantando el árbol, realizando la hazaña y cayendo gloriosamente en la guerra, pero habiendo antes engendrado su hijito. Quien no puede parir es, en el mejor de los casos, padre presunto y hace un pobre papel ante la Naturaleza”. 


JAMES, Henry (Nueva York 1843, Londres 1916), Las alas de la paloma (Editorial Troquel, Buenos Aires, 1967, pág. 129)

“… así como no había disminuido en modo alguno la vibración infinitamente rica que provocara, al ver por primera vez esa sorprendente aparición, entonces inesperada e inexplicable: la delgada, constantemente pálida, delicadamente demacrada, y anormal y agradablemente joven de no más de veinte y dos años a pesar de su aspecto, cuyo pelo era de alguna manera excepcionalmente rojo aun para ser natural, como inocentemente dejaba ver que lo era, y cuyas ropas parecían exageradamente negras aun para ser de luto, como lo eran realmente”.


JOYCE, James (1882 Rathgar, Irlanda, 1941 Zurich), Ulises (Santiago Rueda, editor, Buenos Aires, 1996, pág. 648)

“Su antigüedad al preceder y sobrevivir las generaciones telúricas; su predominio nocturno; su satélite dependencia; su luminosa reflexión; su constancia bajo todas sus fases, levantándose y acostándose en la horas indicadas, creciendo y menguando; la obligada invariabilidad de su aspecto; su respuesta indeterminada a las interrrogaciones inafirmativas; su influjo sobre las aguas afluentes y refluentes; su poder para enamorar, para mortificar, para conferir belleza, para volver loco, para incitar y ayudar a la delincuencia; la tranquila impenetrabilidad de su rostro; lo terrible de su tétrica aislada dominante implacable esplendente proximidad; sus presagios de tempestad y de calma; la estimulación de su luz, sus movimientos y su presencia; la admonición de sus cráteres, sus mares petrificados, su silencio; su esplendor cuando visible; su atracción cuando invisible”.


MUSIL, Robert (Austria 1880, Ginebra 1942), El hombre sin atributos (Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1992, tomo II, pág. 350)

“…la falda larga, que parecía cosida al suelo por el modisto, y era como si se desplazara por milagro, escondía al principio otras sayas más ligeras, que eran como pétalos de seda multicolor, cuyo movimiento, ligeramente oscilante, se comunicaba luego a otras telas blancas, aún más suaves, cuya delicada espuma era lo primero que tocaba el cuerpo; y si esta indumentaria se asemejaba a las olas por tener a la vez algo atrayente y algo que se hurtaba a la vista, era a la vez un artificioso sistema de fosos y bastiones alrededor de cosas maravillosas, hábilmente defendidas, y, a pesar de su falta de naturalidad, resultaba un teatro amoroso con telones inteligentemente colocados, cuya fascinante oscuridad sólo era iluminada por la pálida luz de la fantasía”.

RUSHDIE, Salman (Mumbai, India, 1947), Los hijos de la medianoche (Plaza Janes Editores, Barcelona, 1997, pág. 771)

“Fuimos conducidos por una lujuriante alfombra negra —negra de medianoche, negra como la mentira, negra de cuervo, negra de ira (…) — por una empleada de arrebatadores encantos sexuales, que llevaba el sari eróticamente sobre las caderas y un jazmín en el ombligo; pero cuando descendimos a la oscuridad, se volvió hacia nosotros con una mirada tranquilizadora, y vi que tenía los ojos cerrados; le habían pintado en los párpados unos ojos sobrenaturalmente luminosos. No pude evitar preguntarle: —¿Por qué…? —A lo que ella, simplemente—Soy ciega; y además, ninguno de los que vienen aquí quieren ser vistos. Aquí estáis en un mundo sin rostros ni nombres; aquí la gente no tiene recuerdos, familia ni pasado; esto es para ahora, nada más que para ahora mismo”.


ZÚÑIGA, Juan Eduardo (1919 Madrid, 2020 Madrid), El coral y las aguas (Alfaguara, Madrid, 1995, pág. 11)

“Toda mujer escuchará algún día el mensaje secreto que habrá de llegarle del futuro; en cualquier sitio oirá la voz que profetiza y, aun sin entenderla, recibirá su fuerza y sabrá que una sabiduría entró en su cuerpo y dejará de ser paciente mujer para ser mujer y llevar en su seno hijos y toda posible libertad, y será la madre de lo inesperado y del milenio”.