El gran Aldous Huxley, filósofo británico y autor de la clásica novela distópica Un mundo feliz, escribió alguna vez acerca de la ley del esfuerzo inverso:
Cuanto más nos esforcemos con la voluntad consciente de hacer algo, menos éxito tendremos.
Aldous Huxley
Otro filósofo británico de renombre, Alan Watts, concluyó que al buscar algo con fervor tendemos a alejarnos de ello. Como humano del siglo XXI, inmerso en un entorno que glorifica cada vez más cierta adicción al éxito temprano y exponencial, al igual que al tener muy por encima del ser, siento que esta idea atropella todo aforismo relacionado con la adultez productiva. Me pregunto entonces a qué se habrán referido dichas eminencias (¡y qué esperarían que hoy hagamos al respecto!) cuando afirmaron, a breves rasgos, que esforzarse menos para conseguir nuestras metas puede ayudarnos a alcanzarlas. Es evidente que no se trata de empezar a llevar una vida mediocre y sentarnos a esperar hasta que ocurran milagros.
Un antiguo concepto del Daoísmo, el ‘Wu Wei’, consiste en alejarse del ruido (o del caos) y tan solo dejar que las cosas sucedan y caigan por su propio peso. Huxley decía: combinar relajación con actividad; no es coincidencia que prácticas como el mindfulness y el yoga estén cada vez más en auge actualmente. Creo que nuestra sociedad pide a gritos silenciosos la capacidad y el permiso de pararse a pensar y dejar de correr despavoridamente con el único fin de ser (o parecer) productivos. Quizás virtudes como la paciencia, la claridad mental y ‘espiritual’, el bienestar físico, la autenticidad y el autoconocimiento valgan muchísimo más que el mero esfuerzo y el ímpetu, sobre todo cuando estos últimos carecen de dirección y fidelidad a nuestro verdadero ser.
Por ende, es probable que entre los cimientos del éxito se encuentren actos simples (entre comillas), como la capacidad de respirar y tomar un paso hacia atrás cada vez que sea necesario, una o mil veces, y dejar de correr ciegamente hacia cualquier cosa que reemplace cada silencio y vacío existencial (o económico, si hablamos del éxito laboral).
Hace un par de días me dormí a las cinco de la mañana. De cara contra el insomnio, me atormentaba cada vez más pensar que al día siguiente tenía que despertarme temprano para terminar un trabajo de la universidad. No había poder humano que me permitiese conciliar el sueño de una vez por todas para dormir aquellas siete horas de descanso sin las cuales no arrancaría al día siguiente. Acudí a mis pantallas, caminé por el cuarto, me lavé la cara… todas ellas acciones contraproducentes. Curiosamente, dejar de pensar “¡quiero dormirme ya!” es el mejor somnífero. No me faltaron ganas ni perseverancia para alcanzar la humilde meta de quedarme dormido, pero tengo el vago recuerdo de que aproximadamente a las 4h55 a.m., justo antes de conseguir mi objetivo, ya me había resignado por completo a pasar la noche en vela de ser necesario: a asumir mis (ir)responsabilidades.
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