por Modesto Ponce Maldonado
Esta pregunta me he repetido por muchos años. Las respuestas son complejas, dependen de una serie de factores muy variados —no solamente históricos— que se remontan a miles de años antes de le llegada de los españoles, a la conquista incaica, poseedora de una cultura poderosísima (aunque relativamente pocos años estuvieron en nuestros actuales territorios), pero que dejó huellas definitivas, la supuesta existencia del llamado Reino de Quito, la evidencia de que fuimos un conjunto muy variado de tribus o clanes, distribuidos en una geografía caótica, quebrada y caprichosa. Regresa a mi memoria Por el camino del sol – Historia de un reino desaparecido, aquella obra inolvidable escrita por Jorge Carrera Andrade, que, con un lenguaje poético de gran altura, desentraña nuestra naturaleza, que es nuestra original progenitora, la sucesión de mitos, desventuras, sueños despiertos y pesadillas dormidas nacidos de las azules llamaradas de nuestros cielos únicos y de la luminosidad de nuestros mares. Escribe: “No había en verdad un cielo más límpido y rebosante de luz, un verdor más dichoso de las plantas, una mayor variedad de notas de color en las frutas de los árboles y un esplendor más comunicado del paisaje en ninguna parte del Tahuantinsuyo”, para después recordarnos que Huayna Cápac escogió Tomebamba para pasar sus últimos años. Tampoco ha pasado desapercibido Entre mitos y fábulas, un lúcido ensayo escrito por el arqueólogo Ernesto Salazar, que considera un “imperio postizo” a ese Quito-Nación que jamás existió. Mitos que también forman parte de nuestra idiosincrasia. Este autor fue consultado cuando escribí mi novela El Palacio del Diablo que, en alguna forma, convierte a Quito en personaje y Ecuador es dibujado a través de cuatro poderes: político, económico, religioso y militar. Un crítico la calificó como “novela política”.
La conquista española cubrió quinientos años de nuestra historia. Y más tarde vino la independencia que dura doscientos años. Todo encerrado hoy en un país pequeño, si comparamos con los vecinos, dueño de una diversidad extraordinaria, no solamente por su variedad, sino porque está condensada y apretada en tal forma que podemos ir en pocas horas a la costa o ir y regresar el mismo día o en dos, de los volcanes nevados, de las lagunas, de las selvas amazónicas. Bastaría un ejemplo, legado del doctor Misael Acosta Solís en su obra Los páramos andinos del Ecuador, de cuya reedición, al parecer, nadie se ha preocupado: no existe un solo páramo que se asemeje a otro, cada uno es diferente, único, aunque se hallen a la misma altura o sean vecinos. El sol, los vientos, la humedad, la morfología y otros factores les han dotado de su propia individualidad. Podemos realizar razonamientos semejantes con la costa, hija, entre otros elementos, de dos corrientes marinas. Y de la zona oriental, por cierto, exuberante y de ríos majestuosos, a más de las islas Galápagos con sus historias sinuosas, llenas de misterios y lejanías o de apetencias que se turnaban a través de los años. ¿Somos, ante todo, hijos, legítimos o bastardos, da igual, del delirio de la naturaleza? Nuestra enloquecida y esquizofrénica historia, nuestro desparramo de origen, enmarcada en una naturaleza de orígenes volcánicos y telúricos, llevó a pensar a Leopoldo Benites Vinueza que “el Ecuador es un drama de la geografía” que “determina de inmediato la existencia ecuatoriana”, quien reproduce una “frase definitoria” de Pío Jaramillo Alvarado: “El Ecuador es los Andes”; para concluir, el mismo Benites, con la afirmación de que “Los Andes y el mar rigen la vida del país”. La tragedia de la geográfica se convierte en lucha, y es “en esa lucha donde radica el patetismo de sus dramas políticos, de sus revoluciones sangrientas, de su inestabilidad social”. Y, sin embargo, seguimos caminando (o dando vueltas sobre el propio terreno, quien sabe…). Aún seguimos así, “dominados por el factor de la dispersión” y el aislamiento, productos de “esas gigantescas arrugas de la tierra”. El ferrocarril llega a la capital en 1908 y el Canal de Panamá en 1914. Ecuador era el país más lejano y aislado del mundo. Y aun como país fuimos —y tal vez sigamos siendo— aislados y desconocidos, inclusive ante nosotros mismos.
Sumemos a estos factores el hecho de que el coloniaje español a raíz del “descubrimiento” mezcló razas y culturas, dos mundos absolutamente diferentes, de uno de los cuales, el nuestro, ni siquiera se sabía que existía en el mundo viejo. Luego nos calificaron de bárbaros y primitivos y la Iglesia enseñó que no teníamos “alma”. Añadamos la diversidad de nuestras “nacionalidades” indígenas y la “pluriculturalidad” de sus conjuntos humanos, el racismo del “blanco” que en realidad es mestizo, culturalmente mezclado, aunque sea rubio y de ojos azules, la insurgencia indígena que empezó bien y que luego se diseminó y atomizó. La volubilidad de una clase media mayoritaria que se mueve entre la aspiración de “subir”, la autenticidad de muchos para “ser”, la carencia de opciones de otros y el resentimiento de no pocos. Y, finalmente, la desigualdad, la brutal desigualdad que todo lo trastorna…
De algún modo, las interpretaciones de estas “marcas de origen” —valga decirlo así—, más la suma continua de los acontecimientos históricos y sociales, con sus respectivos análisis e interpretaciones, especialmente a partir del nacimiento de la República en 1830, han girado en torno a la construcción de una nación y de una identidad nacional, o sea ecuatoriana, propia, individualizada, original. En torno a esa idea Jorge Enrique Adoum escribió Ecuador, señas particulares, obra que ha tenido varias ediciones, un prólogo añadido del propio autor y un largo apéndice titulado “Otras señas particulares”. Adoum reflexiona sobre la identidad basada en un nexo cultural, la vigencia de los mitos: “la esperanza es más que la decisión”. Y también sobre “la tristeza de la alegría popular”, el machismo, el chisme, la “abolición del futuro” y otros aspectos del vivir cotidiano especialmente en la forma de expresarnos. Escribe: “Tal es la consecuencia de una sociedad perpendicular, escalonada, con estratos casi minerales de grupos e individuos superpuestos”. Miguel Donoso Pareja, hijo de serrano y costeña, escribió Ecuador, identidad y esquizofrenia. Se refiere también a las lamentaciones musicales, desde el pasillo o el llamado a cortarse las venas de JJ con los acordes de una guitarra o lo que nos legaron los poetas de la “generación decapitada”. La falta de verdadera música “debilita nuestra identidad global, porque sin música un pueblo se diluye”. Piénsese en la riqueza de la música boliviana y en la variedad de sus instrumentos. De cuando fui pequeño y adolescente sólo recuerdo el rondador. Donoso acusa a la “ideología dominante” y cierta clase en el poder como causas de muchas distorsiones. Sostiene que “hay que propiciar una contra ideología (…), actuar conforme a ella podrá salvarnos, acercarnos a la realidad”. Piensa que nuestra identidad es falsa, porque está manipulada por “los intereses de una minoría que busca embrutecernos a partir de su propia esquizofrenia”. Piensa también que somos un Estado pluricultural, pero en ningún caso plurinacional. Al tratar de estos temas bien vale recordar la propuesta de Benjamín Carrión: la “nación pequeña” con un potencial cultural inmenso.
Juan Valdano escribió Identidad y formas de lo ecuatoriano. Se trata de un ensayo mayor, más completo si se considera que escribió otros estudios históricos y culturales sobre el mismo tema: lo ecuatoriano. En 2019 se editó La nación presentida. 30 ensayos sobre Ecuador. Lo tengo, con una emotiva dedicatoria de Juan, un gran amigo que fue, pero aún no lo leo, como aún no leo Las costumbres de los ecuatorianos de Oswaldo Hurtado, también con una amistosa dedicatoria. Valdría ponerlos juntos para un comentario futuro. Valdano, en la obra que comento, comienza con la referencia a la unión que el deporte, el fútbol sobre todo, produce en nosotros, representados en la “Tri” y, en general, a la pasión desbordada de los hinchas que, aunque discutan y se insulten, están unidos por el mismo vínculo delirante. Sin fútbol se incrementarían las violencias y los divorcios. Otra situación que nos ha unido es la referencia al “enemigo”, en este caso el vecino Perú, mantenida por demasiados años. A este punto me referiré en la segunda parte de este comentario. Otro punto referencial del autor es el arraigado sentimiento hacia el terruño, hacia la pequeña patria del pueblo o de la zona, pero cada vez menos a la Patria grande, al Ecuador total. Y añade un tercero: en nuestro devenir “está implícito un concepto de nación en cuanto comunidad imaginaria, proyecto que ha sido históricamente escamoteado por las élites”. En todo caso, sostiene que “no hay —como dicen— una crisis de identidad, lo que existe es una crisis de valores que nos hace olvidar lo que somos”. Cabría preguntar: ¿qué valores?, ¿qué es lo que somos? Y Valdano desarrolla esas preguntas en alguna forma. Piensa, al mencionar al río de Heráclito, que la suma de temporalidades y miradas influyen para que “las identidades de los pueblos resulten provisionales y transitorias. Las identidades son siempre identidades en proceso”.
Miremos ahora hacia fuera. En una de sus novelas, Francisco Umbral llamó a España “un país sin resolver”. ¿Cuál es la identidad de ese país cruzado por siglos de oleadas venidas de afuera y con siete centurias de dominio árabe, con regiones de idiomas y culturas distintas? No hay duda de que EE.UU. tiene un fuerte sentido de nación, ¿pero lo que les une no será un sentimiento de superioridad, de ser los mejores, la sociedad perfecta, aquello de “América para los americanos”? Con los problemas actuales y las perspectivas de un mundo diferente, esa “identidad” puede resquebrajarse. Uno de los personajes de Cortázar, en Los premios, dice: “Es una cosa dulce la patria… No existe, pero es dulce”. A lo que el otro responde: “Existe, pero no es dulce”. Y el primero replica: “No existe, la existimos”. En otras palabras: la Patria somos nosotros, pero habría que preguntarse: ¿cómo estamos nosotros? Alejo Carpentier advirtió en El siglo de las luces: “Cuidémonos de las palabras; de los Mundos Mejores creados por las palabras. No hay más Tierra Prometida que la que el hombre puede encontrar en sí mismo”. Seguiremos con el tema en la próxima edición de este blog.
Junio, 2022
Excelente artículo Modesto.