por Modesto Ponce Maldonado
En la nota anterior, al intentar buscar alguna respuesta a este interrogante, nos limitamos a los conceptos de “identidad” y “nación”, según las ideas de algunos ensayistas como Benites Vinueza, Adoum, Donoso Pareja y Juan Valdano. Vemos que las orientaciones que fueron reproducidas se limitan a factores geográficos, a “señas”, como en el caso de Adoum, o a otras señas o particularidades en los dos restantes escritores, sin perjuicio, por supuesto, de nuestra historia, antes del descubrimiento, en la conquista y en la época republicana que se acerca a cumplir 200 años.
Hablar de “identidad” es posible que no resulte muy útil pues, por definición, es un concepto con matices tan propios, tan definidos, que aplicarlos a una colectividad, a un conjunto social que tiene, como no puede ser de otra manera, centurias o siglos de estar y desenvolverse en el mundo, puede conducirnos a perdernos en el camino. Y, en menor escala, lo propio se aplica a “nación”. Los elementos con los que deben contarse son, además del territorio, los factores culturales, como la uniformidad étnica, el idioma, la religión, las tradiciones, la historia común, en suma; o sea haber “convivido” vinculados con estos ingredientes un tiempo prolongado que permita tener lazos propios y un conjunto homogéneo. No obstante, los casos pueden decirse que son la excepción, puesto que hay naciones fuertemente unidas sin territorio, como los judíos hasta 1948. Con los armenios sucedió lo contrario: fueron parte de la URSS, teniendo una singularidad total. Otros países, bastante consolidados, tienen una multiplicidad interna muy grande, como la mayoría de los europeos. Hay que convenir, por tanto, que existen centenares de países en el mundo y seguramente contadas nacionalidades en sentido estricto. Más aún en un mundo tan interrelacionado como el actual.
Entonces, la respuesta a la pregunta si nos queremos o no los ecuatorianos, tiene que eliminar aquello de lo que tanto hablamos: ¿existe una nacionalidad ecuatoriana, una identidad ecuatoriana? Al parecer no. Lo que tenemos es un territorio y un Estado, con elementos relativamente comunes, con una historia que sí podríamos llamarla nuestra, pero que no nos unen. El genial autócrata García Moreno, en 1859, salvó al Ecuador de la desintegración territorial, pero no creó un “proyecto de nación”, siendo como fue monárquico, europeizante y teocrático. La idea de unir al país a través de la Iglesia Católica se derrumbó veinte años después de su asesinato. A Europa le ayudó a integrarse, durante siglos, entre muchos otros factores, el cristianismo, pero en la segunda mitad del siglo XIX, con una Iglesia en una de sus peores crisis, la ilusión del líder católico ecuatoriano equivalía a mirar por el retrovisor. Alfaro, en cierta medida, contribuyó a construir una nación. En alguna ocasión, conversando en serio y en broma, un buen amigo guayaquileño, de ascendencia peruana por la vía de la abuela materna, me decía que Bolívar y San Martín, en la famosa entrevista, acordaron dejarlo al Ecuador entre Colombia y Perú como un modo de colchón que evite futuras guerras.
Quizás debemos descender de las consideraciones ideales, de nuestros sueños despiertos o de nuestras duermevelas algo indigestas, de nuestros mitos e ídolos —muy adecuadas acaso para juzgar a Velasco Ibarra, que tampoco tuvo un proyecto nacional—, pero quizás nos dejó, para bien o para mal, la capacidad de la esperanza después de cinco reelecciones. ¿Qué guardamos al fondo de nuestros afanes encerrados en 17 millones de seres bien o mal repartidos, profundamente desiguales, en apenas 256.000 kilómetros cuadrados? Somos unos de los países más densamente poblados de Latinoamérica. Nos consideramos además como un país pluricultural y plurinacional, pero en las escuelas o colegios no nos enseñaron quechua. Siempre tuve la impresión que haber declarado nulo el Protocolo de Río, por parte de Velasco Ibarra, aprobado por el Congreso veinte años antes, fue un acto irresponsable y demencial, por motivos puramente electorales, que hirió y desdibujó el alma ecuatoriana. Desde pequeños nos enseñaron que los peruanos nos robaron y que somos y seremos amazónicos cueste lo que cueste. Eso fue creando, entre otros factores, un sentimiento de inferioridad y fue el pretexto para crear unas fuerzas armadas, de dudosa utilidad, que consumen gran parte del presupuesto nacional. Antes de resolverse finalmente el problema con el vecino del sur, alguna ocasión, en la oficina de un empresario peruano, a quien veía con cierta frecuencia por motivos de trabajo, vi a sus espaldas el mapa del Perú con la frontera norte trazada en la Cordillera del Cóndor. Ambos nos embromamos, y él me dijo: mire, así quedarán las cosas. Por lo menos a mi modo de ver, los problemas limítrofes con el vecino Perú influyeron notablemente en nuestra forma de ser. Debido al mestizaje, nuestros vínculos con Perú y Bolivia debían haberse establecido desde siempre.
Internacionalmente se reían de nuestras pretensiones, me comento un exembajador del Ecuador en Francia. Es como si México le reclamara a EE.UU. los más de dos millones de kilómetros cuadrados anexados militarmente a comienzos del siglo XX, o como si se hubiere intentado resucitar viejos mapas europeos a raíz de las dos grandes guerras. Uno de los ejemplos más estúpidos de estos delirios lo leí en un gran portón de un cuartel militar situado en Imbabura, cercano a Caranqui, a 700 kilómetros de la frontera oriental. Decía textualmente: “Cual centauros de raza gigante Grupo Yaguachi sin fin espolemos (sic) hasta el Amazonas magna herencia para el porvenir”.
La dispersión existió, por razones geográficas en especial, antes de la conquista. Los incas dominaron el escenario de los Andes. “Grandes organizadores” los llamó Víctor H. von Hagen, en su obra El Imperio de los Incas. Después de los romanos fueron los más grandes constructores de caminos. Notables fueron también los sistemas agrícolas y de regadío, a más de la organización social, por jerarquizada que haya sido. En la Colonia, el hecho de no haber sido nunca un virreinato y haber dependido alternadamente de los de Perú y Nueva Granada, influyó en nuestro sentido de pertenencia. Los límites de la Real Audiencia de Quito, señalados allá por 1563, por motivos evangélicos y de establecer fronteras ante los portugueses, fueron el gran argumento del país amazónico y de nuestros “derechos” territoriales, cuando esas líneas fueron establecidas por los conquistadores españoles. Quito no “descubrió” el Amazonas; fue la corona española con Pizarro, Orellana y compañía.
Añádase la tradicional política de EE.UU. de mantenernos desunidos y el influjo de nuestras élites “blancas” vinculadas con el poder, porque para ellos, siguiendo los dictados coloniales, los que no son de su clase son los “otros” (excluidos de un hipotético “nosotros”): indios, mestizos, cholos, zambos y mulatos. Así, pues, la geografía, la historia, las razas, las costumbres tan enraizadas en las casi veinte nacionalidades indígenas, las vestimentas y hasta los lenguajes, las razones que se obtienen de la influencia de los poderes hegemónicos y del imperio que viene del norte, el clasismo, el racismo, la exclusión de la mujer y de los “diferentes”, la pérdida paulatina de la fe en los dogmas religiosos en las juventudes, etc. nos dispersan y nos convierten en “ciudadanos” de nuestros pequeños mundos aislados, que nos ha conducido inevitablemente, como sostiene Juan Valdano, a la “mentalidad individualista, antipatriótica e insolidaria”, en la mentalidad que no reconoce ni respeta la otredad. Creamos nuestras pequeñas repúblicas independientes. Somos egoístas, personalistas, aislados de los demás, en especial las clases medias y altas. En los barrios populares y en los sectores indígenas existe más solidaridad, a veces notable, como en el caso de las mingas, aunque a ellos les han llegado también divisiones, pugnas y desacuerdos, muchas veces patentados por poderes internos y externos fácilmente identificables. De todos modos, es generalizado el sentimiento de sentirnos menos. Un sentimiento de inferioridad nos domina. Prueba de ellos es que tratamos de magnificar, exagerar y sobredimensionar, de situarnos primero, de adelantarnos a los demás. No nos queremos porque no nos aceptamos ni aceptamos al otro. Y la peor consecuencia de estas “taras hereditarias” es que no sabemos lo que valemos. Los grandes valores del ecuatoriano están ocultos y camuflados. No nos hemos percatado que somos diferentes, positivamente diferentes. Hemos sido un pueblo bueno (si logramos superar los nefastos cinco años últimos), jamás se han dado dictaduras extremas como las de Argentina o Chile, nunca hemos experimentado decenas de años de matanzas y asesinatos como en los casos de Colombia y Perú, no hemos tenido guerrillas organizadas, tenemos desde 1938 el segundo Código de Trabajo de Latinoamérica, la seguridad social, a pesar de sus fallas, existe por casi cien años y ha servido a millones de seres en mayor medida de lo que se cree, las leyes en favor de la mujer se adelantaron a su tiempo, la educación pública es gratuita, establecimos el laicismo, etc. Además de bueno, el pueblo es sabio. Es capaz de adaptarse a los cambios políticos con cierta tranquilidad. Puede superar las épocas críticas con paciencia. Aún así, tiene sus límites y cuando estos se traspasan, los volcanes dormidos pueden encenderse y estallar. En suma, en el Ecuador, pese a todos los descalabros, hay más aire, y eso lo debemos a la revolución alfarista. En todo caso, hay una realidad que difícilmente podrá discutirse: con las profundas desigualdades sociales, aquí y en toda Latinoamérica, será un imposible construir una verdadera nación o algo que se le parezca. Vamos a un universo multipolar que podría ser más equilibrado. Latinoamérica puede ser la gran beneficiada.
Julio, 2022
Muy enriquecedor el texto: Nos queremos los ecuatorianos? Despeja algunas incógnitas con respecto a si poseemos una identidad nacional o no, los ecuatorianos. Apasionante el fragmento narrativo de El palacio del diablo. Una verdadera miniatura artística Refugio. Óleo de Eva. Gracias por echar luces sobre temas tan variados e interesantes.