Hace 14 años, el escritor y promotor cultural Xavier Oquendo Troncoso envió algunas preguntas a varios escritores ecuatorianos, con el afán de publicar un libro que no pudo editarse. Publicar en Ecuador por cuenta propia no es tarea fácil. En octubre de 2007 remitió las preguntas a Modesto Ponce Maldonado. Con autorización de Xavier, lo reproducimos en esta edición de PAN-ÓPTIKA BLOG con las correspondientes respuestas.

¿Cuáles son los tres títulos de la literatura universal a los que se acerca constantemente a releerlos?

De las lecturas, parte van a caer en la mente y están en la memoria como recuerdos y referencias culturales; parte se mezclan en nuestras venas o con el sistema nervioso y se convierten en elementos de la personalidad, de la formación, de la propia vida; parte caen en nuestro subconsciente, nos modelan desde adentro y dirigen —dentro de un proceso acumulativo y selectivo a la vez— nuestras reacciones o tejen los mecanismos del psiquismo. Como escritor tardío —comencé a los 56 años—, mis relecturas, de preferencia las realizadas hace muchos años, se han dirigido en este tiempo a alimentar mis textos. Son algunos títulos, pero menciono estos: El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Las alas de la paloma y Retrato de una dama de Henry James, Bajo el volcán de Malcolm Lowrry, El sonido y la furia y Luz de agosto de Faulkner, Cien años de soledad, inclusive obras leídas de muy joven como Contrapunto de Huxley. En un pequeño cajón de mi velador siempre está la pequeña edición de Aguilar, en papel biblia, de El Quijote.

¿Qué haría por obtener un ejemplar de la primera edición de algún libro famoso de la literatura y cuál sería ese título?

Nada. No haría nada, aunque tuviera la posibilidad. Tengo resistencia a las colecciones, a buscar objetos únicos, exclusivos, a comprar lo que pocos o nadie tienen. Nunca lo he hecho ni lo haría. ¿Qué sucederá con esos “objetos” —en este caso libros— en el futuro? Alguien puede olvidarlos o tirarlos. Me gustaría que se encuentren en un museo, en una biblioteca, en lugar seguro, para ser admirados tanto por los que están como por los que vendrán. Es la única garantía que ese título puede decir por siempre: “Aquí estoy; sigo existiendo”. Por mi parte, me quedo con lo que no cambia: los textos, las palabras. Prefiero quedarme con lo de adentro.

¿En qué libro ha encontrado su definición de “Vida”?

En ninguno. Los temas de la literatura exceden a las definiciones, y el término “Vida” es casi todo para la literatura. Por ejemplo, Dios (en caso de existir —aunque bien puede decirse que quien no actúa no existe—,) la Vida, la Muerte, el Amor, el Hombre, la Sociedad, la Historia. La vida es un pasar empujado por el tiempo; un “cada día”, un bombeo continuo; un comenzar y acabarse; el beso y el abrazo de cada día; el sexo. Dormir y despertarse; recibir y olvidar; abrir y cerrar los ojos… Y también, y sobre todo, los otros, la ciudad, el país, la vida de todos los demás, en suma; y lo que somos, lo que creamos…. Estoy con Saramago que en Historia del cerco de Lisboa escribe: “En fin, vivir no es sólo difícil; es casi imposible”. Pero también con Mafalda: “Lo mejor de la vida es estar vivo”. O repetir con Kundera, en La insoportable levedad del ser, que la vida no es ni siquiera un boceto, “porque un boceto es siempre un borrador de algo… nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro”.

¿Qué historia de amor de la literatura le hubiera gustado vivir?

No me hubiera gustado ser el marido de Emma Bovary, ni tampoco su amante, aunque la hubiera defendido. Tampoco me gustaría la mujer “sabida de memoria” de la que hablaba Onetti en La vida breve sobre uno de sus personajes. En todo caso, pienso que el personaje Justine, que da el nombre al primer tomo del Cuarteto, sería la mujer escogida. Ella debe tener, como una ciudad, el “cuerpo repleto de luces” del que hablaba Mishima en Música. No obstante, confieso que ese primer volumen de El Cuarteto lo leí hace mucho tiempo, en un libro ajeno. Más tarde vinieron los demás. Justine es ahora un aroma no repasado, un sabor olvidado. Justine es un misterio y regresará siempre como misterio. Ya no la recuerdo casi. La he escogido por eso. Y, al volver a este nombre, he pensado en las afinidades entre la mujer y la luna de las que hablaba Joyce en el capítulo III del Ulises.    

¿Qué obra de la literatura le gustaría ver en el cine?

El chulla Romero y Flores de Jorge Ycaza, una de las mejores novelas ecuatorianas. Porque nuestra literatura no tiene que ser ni más ni menos. Porque la mayoría de los grandes latinoamericanos (los del boom, por ejemplo) vivieron en Europa como diplomáticos o exiliados y pudieron darse a conocer. Porque ni nosotros mismos nos conocemos y no sabemos qué se escribe en Argentina, en Perú, en Colombia o en México, salvo por los concursos literarios. Porque Carlos Fuentes se ha lamentado de que América Latina padece de una “des-posesión del lenguaje: poseemos sólo los textos que nos han sido impuestos para disfrazar lo real; debemos apropiarnos de los con-textos”. Porque nos tienen tomados por el cogote. Porque, finalmente, el Ecuador ha sido sometido, silenciado y aislado por los dueños del país desde hace ciento setenta y siete años, de aquellos que hasta crearon una línea imaginaria para la frontera oriental —igual a la imaginaria equinoccial— para encerrar un territorio que jamás fue nuestro y destruirnos como nación

¿Con qué autor de la literatura le hubiera gustado conversar y compartir en una velada bohemia?

Normalmente el buen escritor se oculta, se sustrae hasta casi desaparecer (recuérdese lo que decía Flaubert o a los heterónimos de Pessoa). El autor habla por sus textos, sus personajes y sus mundos. El escritor es otro mundo como individuo. No obstante, todo lo que escribe es sangre de su vida, vida de su propia sangre. Pero eso es otra cosa… Prefiriera que ese autor me permita ir a su casa o que llegue a la mía, más que una velada bohemia. Mas, debo responder la pregunta (y debo escoger entre los vivos): definitivamente con José Saramago. Por su prosa arrolladora, su vigorosa técnica narrativa, sus textos envolventes, la dimensión de sus personajes y su sentido de la profundidad —soy un “ensayista que escribe novelas” declaró alguna vez—; por su humanismo, su visión del mundo y sus ideas. Sobre todo, porque él “está” en sus libros, y así él mismo lo sostiene al desconocer al narrador omnisciente.

¿A qué autor de la literatura universal considera injustamente olvidado?

Prefiero hablar de la lucha contra el olvido, puesto que escribimos y creamos, no sólo por exigencia interna, porque no tenemos otro camino y es nuestra forma de respirar, sino también para los otros, aunque jamás pensamos en los demás mientras nacen nuestros textos. Nuestros “otros”, nuestro “otro”, reflejados en la vida que nos tocó están en cada página, pero “devolvemos” lo que recibimos, bajo los mil prismas de la escritura, del estilo, del punto de vista, de los personajes creados, de los universos concebidos, de la forma cómo se cuenta en suma. Pero esa sensación nos viene después de terminar la última línea, después de que sale el primer ejemplar de la imprenta y es colocado en la estantería de una librería. Antes nos importa un bledo. Pero después, aunque jamás lo decimos y somos incapaces de reconocerlo, necesitamos con desesperación que nos lean, que nos cuenten que comprarán el libro, que nos digan, con una palmada: “ah, escribiste un libro”. Necesitamos que no nos olviden para permanecer, no sólo en la memoria de los que nos conocieron sino, en alguna forma, en la memoria de extraños. Pero el problema no es de los autores olvidados: hay continentes, países olvidados, seres olvidados…

¿A qué autor de la literatura universal considera sobre-valorado por la crítica y el tiempo?

A todos y cada uno de los autores que escribieron y escriben para atender las necesidades del mercado; que escriben lo que la gente quiere leer, después de un sondeo de opinión. A todos y cada uno de los que escriben para enajenar a los demás, para embrutecerlos con lo esotérico, lo misterioso, lo astral, con el más allá. A quienes escriben para que “los demás sean mejores” y esconden mensajes, enseñanzas, consejos y ejemplos morales. A quienes escriben nada más que para entretener, para desdibujar el mundo o pintarlo de rosado. A todos y cada uno de los escritores cocacola o marlboro. Ahora abundan y hacen mayoría. Ya lo anticipó Musil en El hombre sin atributos.

¿Qué personaje de la literatura le hubiera gustado que exista, efectivamente?

 “Érase una vez un tambor llamado Óscar”, escribe Günter Grass en El tambor de hojalata”. Pues me hubiera gustado que exista el niño Óscar Matzerath que, a los tres años, decidió no crecer más. Este niño hizo que el autor escribiera: “Mientras el hombre espere, volverá siempre a empezar a esperar el final lleno de esperanza”. Y pienso en Óscar porque el sueño y la fantasía ocupan el espacio más amplio en nuestros días y vidas. Ni siquiera nos damos cuenta de que la irrealidad es lo que nos mantiene, la sensación de que algo será diferente o mejor. No estamos seguros de nada, ni siquiera del día de mañana, pero soñamos que estaremos vivos. Aceptamos al mundo porque soñamos otro mundo diferente. Ojalá este niño pudiera hoy, a golpes de tambor, derruir y acabar, en esta época, con todo aquello que ha puesto a las cosas sobre los hombres

¿En qué personaje de la literatura se ha visto reflejado en virtudes y defectos?

Excluyo a mis personajes: no quiero que se me parezcan. Los amo porque son como son. Por supuesto, no me interesan las virtudes y los defectos. Tampoco el sexo. Es la actitud lo que cuenta; el estilo de ver el mundo y hacer las cosas. Después de diez minutos sin respuestas, recorro con la vista mis libros, con la idea absurda de que, como en el detector de metales, sonará un pitito y me detendré, sin saber por qué. Entonces: El lobo estepario (H. Hesse), leído hace 43 años; El amante de la china del norte (M. Duras); El mago de Dublín (I.B. Singer); Gregorio Samsa en La metamorfosis; El músico de Los pasos perdidos (A. Carpentier); el protagonista de Manual de Pintura y Caligrafía y Bluminda de Memorial del convento (J. Saramago); Gabriela de Gabriela, clavo y canela (J. Amado); Daise Miller (H. James); Narciso de Narciso y Goldmundo (H. Hesse); el Gringo viejo (C. Fuentes); en La guerra del fin del mundo (M. Vargas Llosa) hay un personaje fascinante, pero no pude ubicarlo…

¿Cuáles son las cinco palabras que utiliza con obsesión en su literatura?

En La invención de la soledad Paul Auster escribe que “el lenguaje no es equivalente a la verdad; es nuestro modo de existir en el mundo”. Este “modo” hace que, en los textos de cada escritor, no existan en realidad palabras sueltas, frases aisladas. Todo se encuentra inmerso dentro de un contexto, en una relación estructural. Y, ante todo, todo busca una forma, un estilo de decir las cosas. Mas que de palabras, me gustaría hablar de cinco obsesiones; y serían: amor, muerte, dios, injusticia, rebeldía. Quise añadir “sexo”, pero ya está amor. Me resistí a poner esperanza por rebeldía. Si fueran seis las palabras hubiera pensado en “sueños”. Si fueran siete hubiera escrito “los otros”. Dios está con minúscula, no sólo porque hay muchas maneras de inventarlo, sino porque es una creación de la locura humana por asirse a algo.

¿Con qué está comprometida su literatura?

“Compromiso” es un término tal vez ambiguo o quizás excesivamente exacto. No sé cómo puedo relacionarlo con “mi literatura”. Supongo que no se trata de un compromiso. Se trata de que todo está dentro o frente a uno; que todo está en lo vivido, en lo soñado. No existe estrictamente un pacto con algo preexistente, ni con los otros o los posibles lectores, ni con ideas o actitudes. Y no porque no exista. No porque no se dé — una vez concluida una obra— una relación entre el pensamiento, las ideas o las posturas ante la vida y el mundo, sino porque en el acto mismo de escribir esa relación desaparece, en el sentido de que está sobreentendida o inmersa en el subconsciente, dentro de nuestro cuerpo. En el acto de escribir, el único compromiso es con la forma, con el estilo, con el punto de vista a través de los cuales los imperativos internos buscan desesperadamente ser expresados en alguna forma que aspira a ser solamente nuestra.

¿Cómo sería su vida sin la literatura?

La pregunta lleva a la confesión. Al develamiento; al desgarramiento también. He dejado de ser alguien que escribe; soy yo mismo. Pregunta que sacude, porque, aunque siempre fui lector, comencé a escribir tardíamente, a los 55 y publiqué a los 59. El Palacio el Diablo me llevó cinco años de trabajo y allí metí todo lo vivido (no mi biografía) y lo publiqué a los 67 años. Ahora tengo una novela lista sobre un esquizofrénico que debe ser internado en un sanatorio, y estoy escribiendo una novela corta y uno que otro cuento. La literatura no era ni siquiera una amante escondida, sino un misterio por delante, una efigie que esperaba. La vida me lanzó un día a esa literatura, porque todos los caminos y todas las explicaciones se cerraron. Y la literatura me tomó y retomé la vida; la volví a vivir. Cambié mi postura ante las cosas, los amores y las pasiones. Es una “ideología” si cabe la palabra. Perder la literatura sería perderme. No pudiera tampoco reinventarme ni me interesaría. Sin la literatura ni la persona que más me ama pudiera tolerarme. Y no tendría sentido ni siquiera abrir los ojos cada mañana… Tampoco me toleraría yo. Esa extraordinaria pensadora que es María Zambrano dijo que para lograr, ante el peso de la vida, “revelarse”, se “ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare”.