Cuando era niño estaba convencido de que vivíamos dentro de la Tierra, de que yo me encontraba en el centro del mundo. Mirando el horizonte y las nubes que se esconden tras las montañas, pensaba que allí terminaba un planeta cuyo núcleo era yo. También creía firmemente, cuando iba en el carro con mi familia durante noches estrelladas, que la luna me perseguía, que se movía conmigo. Luego descubrí que otras personas habían tenido la misma perspectiva errónea sobre el planeta Tierra y sobre la naturaleza de la luna. No era el único, entonces, que creía de forma implícita que todo giraba en torno a su realidad individual. Hoy pienso que no hace falta pronunciar la frase “soy el centro del universo” ni estar convencido de aquello de forma literal para percibir que todo gira alrededor de cada uno de nosotros.
Llevado al extremo, es evidente que pensar de esta manera es egoísta. Sin embargo, creo que la tendencia a ‘sentirnos el centro del universo’ es, hasta cierto punto, inevitable, adaptativa e incluso un acto de responsabilidad. Es ineludible porque desde nuestra perspectiva como individuos cada uno de nosotros es el verdadero centro. Cierto grado de individualismo es fundamental para poder ignorar gran parte de lo que ocurre en el complejísimo planeta que habitamos y ocuparnos de cumplir con nuestros roles. Aunque parezca una obviedad, solo así somos capaces de preocuparnos por nosotros mismos, por nuestros seres queridos y por todo aquello que valoramos como si fuésemos lo más preciado del mundo. Tan solo así podemos olvidar un poco nuestra insignificancia y encontrarle algo de sentido a la vida. Desde aquella óptica, percibirse como únicos e importantes no se trata de un acto de egoísmo, sino de supervivencia y de priorización.
De no ser capaces de ‘sentirnos el centro del universo’ de vez en cuando, de autoubicarnos en el primer lugar ante la sociedad y el mundo, quizás pasaríamos en perenne lamento ante la cantidad de posibles sitios por visitar, cosas por hacer y problemas que resolver en este vasto planeta del que no somos más que un átomo. O quizás permaneceríamos subyugados ante la afilada verdad de que nadie es realmente único o especial en un mundo inmenso con miles de millones de habitantes, un planeta en el que hay tanto por hacer, aprender y conocer… tanto de qué preocuparnos. Por tanto, procurando hacer lo posible por ayudar a los demás y dejar una huella proactiva en el mundo tras nuestra partida, quizás no quede otra opción que conformarnos sanamente con nuestra realidad inmediata, con ser el centro de nuestro universo. La alternativa no es mejor: sumergirnos en el caos de las posibilidades infinitas, de lo imposible, de las perpetuas preocupaciones… de todo aquello que se nos escapa de las manos.
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