¿Nos queremos los ecuatorianos? (Parte 1)

por Modesto Ponce Maldonado

Esta pregunta me he repetido por muchos años. Las respuestas son complejas, dependen de una serie de factores muy variados —no solamente históricos— que se remontan a miles de años antes de le llegada de los españoles, a la conquista incaica, poseedora de una cultura poderosísima (aunque relativamente pocos años estuvieron en nuestros actuales territorios), pero que dejó huellas definitivas, la supuesta existencia del llamado Reino de Quito, la evidencia de que fuimos un conjunto muy variado de tribus o clanes, distribuidos en una geografía caótica, quebrada y caprichosa. Regresa a mi memoria Por el camino del sol – Historia de un reino desaparecido, aquella obra inolvidable escrita por Jorge Carrera Andrade, que, con un lenguaje poético de gran altura, desentraña nuestra naturaleza, que es nuestra original progenitora, la sucesión de mitos, desventuras, sueños despiertos y pesadillas dormidas nacidos de las azules llamaradas de nuestros cielos únicos y de la luminosidad de nuestros mares. Escribe: “No había en verdad un cielo más límpido y rebosante de luz, un verdor más dichoso de las plantas, una mayor variedad de notas de color en las frutas de los árboles y un esplendor más comunicado del paisaje en ninguna parte del Tahuantinsuyo”, para después recordarnos que Huayna Cápac escogió Tomebamba para pasar sus últimos años. Tampoco ha pasado desapercibido Entre mitos y fábulas, un lúcido ensayo escrito por el arqueólogo Ernesto Salazar, que considera un “imperio postizo” a ese Quito-Nación que jamás existió. Mitos que también forman parte de nuestra idiosincrasia. Este autor fue consultado cuando escribí mi novela El Palacio del Diablo que, en alguna forma, convierte a Quito en personaje y Ecuador es dibujado a través de cuatro poderes: político, económico, religioso y militar. Un crítico la calificó como “novela política”.

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La ignorancia es grata: noticias y redes sociales

por JM Naranjo.

Este artículo fue publicado originalmente en noviembre de 2020 en el blog personal del autor.

Balzac dijo alguna vez que cada momento de felicidad requiere una gran cantidad de ignorancia. Hoy solemos repetir frases como «ojos que no ven, corazón que no siente» y «la ignorancia es grata». Sin embargo, por primera vez en la historia los seres humanos somos capaces de saberlo todo al alcance de un clic. Llevamos en nuestro bolsillo una herramienta que contiene todo el conocimiento humano, todas las realidades del mundo actual e infinitas posibilidades de entretenimiento. Pero estar perpetuamente informados y conectados es tan maravilloso como desalentador.

En estos tiempos de instantaneidad, opiniones masificadas, noticias de última hora y vidas ajenas que nos invaden a diario mediante las redes sociales, cabe reconocer que cierto nivel de ignorancia es necesario. Aquella ignorancia es verdaderamente grata y nos permite desconectarnos un poco del mundo abrumador, siempre interconectado; particularmente de aquello que no nos compete del todo ni fomenta nuestras ganas de aprender y ser proactivos. Quizás así, siendo un poco más ignorantes en este sentido, logremos conectar más con nuestro propio mundo. Tal vez dicha ignorancia nos vuelva más sabios y conscientes con relación a lo que ocurre dentro de nosotros.

Conforme somos más capaces de saberlo todo con un chasquido, creo que se torna más complejo y ajeno estar al tanto de lo que genuinamente importa. Quizás todos sabemos que vale la pena apagar las pantallas un rato, reducir considerablemente el tiempo que consumimos información innecesaria y decidir a consciencia a quién leemos, observamos o seguimos en las redes. Pero nos cuesta desconectarnos. A veces lo intento y, antes de revisar rutinaria y compulsivamente mis redes sociales, ‘me pongo en pausa’. ¿Qué hago aquí en este momento? ¿Con qué propósito acabo de abrir esta aplicación? ¿Para divertirme un rato? ¿Para aprender algo? ¿Meramente por costumbre?

Suele ser complejo y tedioso hacerse este tipo de preguntas, pero es interesante determinar hasta qué punto uno depende de las redes sociales cada día, de estar actualizado, de ‘saberlo todo’ sobre la vida de nuestros amigos e incluso de gente que no conocemos. Es así como tendemos a descuidar lo que en realidad queremos descubrir sobre nosotros y sobre el mundo. No se trata de erradicar las redes sociales ni dejar de estar informados, pero es importante, por lo menos, tratar de ser algo más conscientes y selectivos con la información que consumimos a diario. Evaluar nuestras prioridades y preocuparnos un poco más por lo real, por lo que perdura. Luchar a diario por un propósito, en lugar de sucumbir ante la marea de lo perecedero, de la gratificación instantánea. Atrevernos a ignorar el ruido.

Aunque me considero un usuario activo en las redes sociales y una persona relativamente informada, a veces me siento como un autómata, sediento de aquel shot de dopamina que nos proporciona estar al tanto de todo lo que ocurre allí afuera. He notado que, si no soy cauteloso y consciente al utilizar mis redes sociales, tiendo a adentrarme en un flujo interminable de falso hedonismo, de información arbitraria y de valores chatarra que con frecuencia me arrebatan toda esperanza, me desconectan de todo aquello que perdura. La ignorancia es grata en este sentido.

Más de JM Naranjo en su blog: https://jmnaranjo.com/

Ah, los emprendedores

¡Ah, los “emprendedores”! Me producen el deseo de filosofar irónicamente, o de condolerme sobre su candidez, inmunes como se sienten a los golpes de la vida que a todos nos llegan. Los concibo como una caricatura, una invención reduccionista impuesta por el sistema, una distorsión inaceptable de lo que realmente somos. El filósofo chino-alemán Byung-Chul Han, a quien no me cansaré de citar, los ve como “disfrazados de individuos positivos, sonrientes y supermotivados” que buscan el “tener” más que el “ser”. ¡Qué distantes del ser humano profundo! Allí los vemos, a estos felices emprendedores dispuestos a conquistar el mercado, inclusive internacional —“el Ecuador para el mundo”—, justamente este mundo donde el 70% de sus habitantes — candidatos también, ¿por qué no?, a futuros a emprendedores—, sobreviven o se extinguen lentamente con $2 a $4 diarios.

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