PACIENTE 1
El caballero, de sesenta años, sufre de un mal terminal. Le queda poco. Ha ingresado a emergencias al Hospital Central. Será atendido por la seguridad social. Constatan su extrema debilidad, apenas habla y se resiste a comer. Es asistido con oxígeno, pero sus síntomas vitales —saturación, ritmo cardiaco, presión sanguínea— se mantienen normales. Comienzan a inyectarle morfina para controlar el dolor. Cualquier esfuerzo para prolongar sus días por una o dos semanas más, no tendría sentido. El hombre sufre y desea terminar. La filosofía del hospital es muy clara: ante lo irremediable hay que mitigar el dolor, facilitar la compañía y la despedida de los seres amados. No más. Reducir los sufrimientos, sí; tratar de prolongar la vida, no. La naturaleza actuará sola. El hospital y las habitaciones generalmente están saturadas: hay madres que esperan ser operadas, niños con problemas, tratamientos inaplazables. ¿Es justo, es ético, que quien no tiene solución de vida posible, ocupe el espacio, los recursos y el trabajo del personal médico a los que pueden y deben vivir? Ante lo ineludible, y más aún en caso de insoportables dolores o asfixias que no pueden remediarse, es práctica general la sedación total que, en horas, produce la muerte por infarto. Una eutanasia indirecta, sin duda. La diferencia con la directa no es más que la dosis y el tiempo entre la inyección y el fin. El caballero de sesenta años lentamente y con calma se aleja de la vida y fallece en pocas horas, acompañado de los seres que ama. En realidad, una metástasis generalizada y virulenta, iniciada pocas semanas antes, acabó con él. Como beneficiario de los sistemas médicos públicos, no hubo costo alguno. La cremación y entierro estaban incluidos.
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